Nadie niega que los impuestos sean necesarios; la diatriba surge cuando el ministro decide qué productos se gravan y cuáles no. En esto cada uno arrima el ascua a la cartera del otro. El gobierno de Zapatero pretende aumentar las cargas que penalizan el consumo de alcohol y tabaco. Desde un punto de vista médico, la sanidad general mejoraría unas décimas su fiebre presupuestaria y, de paso, las arcas comunes ingresarán algunos miles de euros más en sus almacenes, con lo que la medida aparenta excelentes perspectivas. Yo cultivo mis dudas. Alcohol y tabaco dibujan el cerdo del que todo se aprovecha en hacienda. Años atrás, el Diccionario de la Academia se sufragaba con parte de los ingresos que generaba el humo volatinero de escritores, bohemios y público consumidor de plantas aromáticas inflamables. Con cada remolino de humo que soplaba el poeta pensativo allá en su rincón solitario, una definición nacía como una espiral difusa con la que el vate, tal vez, armara algún verso que conquistase jueces de certámenes florales o corazones huidizos de tanta prosa cotidiana.
Aunque el contribuyente no lo crea, el fisco también alberga su corazoncito romántico pero olvida que los vicios son necesarios; una biografía virtuosa diseña un paisaje de lejanías aburridas como un metrónomo parado. El arte debe mucho a la bebida; por ejemplo, el güisqui elabora una de las mejores combinaciones con la luz reflexiva del flexo, girando un poco la frase de Edgar Neville. El castigo a espirituosos y fumables flagela, por tanto, la producción artística, pilar fundamental de toda existencia sabiamente paladeada, como la del que se acomoda tras el almuerzo y medita la jornada con un viejo coñac entre las manos, o la del que lleva una chica a casa con la excusa del buen cava que custodia la nevera. Cobran impuestos por los adornos del uniforme de los días, cuando el punto de mira se podría dirigir hacia artículos taimados, de esos que dañan las arterias, como chorizos, salchichones y similares, por poner un caso; o hacia los humildes e insípidos de tanta salud, como los berros o los calabacines que, aumentado su valor, se convertirían así, en objetos de lujo para regalo en las grandes ocasiones, a los jefes o compromisos, sin que la imagen propia sufra por ello. No sé cuántos infartos, colesterol e hígados grasos se deben a las hamburguesas y demás sebos, pero la persecución dineraria lacera siempre las mismas espaldas del reino. La vida canalla volverá a ser patrimonio de ricos; al ciudadano medio le espera la resignación de soportar décadas de fortaleza para seguir trabajando con ímpetu hasta el final de la meta. Igual grado de absurdo silencia un cementerio de ricos, que uno de sanos, con una cierta diferencia de edad sobre las lápidas, cierto, pero total, para lo que hay que ver, cabe una victoria en una despedida a tiempo.
Alcohol y tabaco
27
Jun