Vi hace poco una significativa viñeta en no sé qué periódico o revista. Dos mujeres están sentadas en un banco. Una de ellas sostiene a un niño que, de forma desgarrada, berrea en sus brazos. La otra está sola y tranquila a su lado. Parece aburrida. El pensamiento de cada una sobre la situación es el siguiente:
– La madre: ¡Quién tuviera la libertad y la tranquilidad que tiene esta mujer!
– La solitaria: ¡Quién tuviera el hijo que tiene esta mujer!
Es curioso. Muchas personas cifran su infelicidad en aquellas cosas de las que carecen. Lo que tienen apenas si entra a formar parte de su consideración. Aunque sea más que suficiente para ser feliz. El cartero envidia al oficinista que ésta sentado en su despacho y el que está sentado ansía el puesto de cartero que recorre diariamente treinta kilómetros para repartir la correspondencia. El profesor envidia al diplomático que se pasea por el mundo. El diplomático daría cualquier cosa por disponer de sosiego para leer y de atractivas experiencias docentes.
Nos lamentamos de percances y desgracias que van aparejados a situaciones de verdadero privilegio. Pondré algunos ejemplos en los que casi todo el mundo podrá reconocerse:
– Nos amarga el hecho de no encontrar aparcamiento, pero olvidamos en ese momento que tenemos la suerte de tener un coche.
– Maldecimos que las ropas nos quedan ajustadas, pero no tenemos en cuenta el hecho de que tenemos más que suficiente para comer.
– Nos molesta tener que limpiar la casa, pagar el IBI, arreglar averías o cortar el césped y nos olvidamos del privilegio de tener una vivienda.
– Nos quejamos airadamente de la actuación del gobierno y olvidamos que vivimos en una democracia que nos permite quejarnos.
– Nos molestan los gritos de la gente, pero en ese momento no valoramos el hecho de no estar sordos.
– Nos llega de tristeza un problema con el jefe, pero no caemos en la cuenta la suerte que encierra el hecho de tener un trabajo estable y bien remunerado.
– Nos incordia el despertador que suena cada mañana y no pensamos en la inmensa alegría de que estamos vivos.
– Nos lamentamos del tremendo dolor de rodilla, pero no reparamos en el hecho de que disfrutamos de dos piernas que nos permiten andar y correr.
Seríamos felices si tuviéramos… Pero no somos felices con lo que tenemos. Nos damos cuenta cuando lo perdemos. Entonces pensamos en nuestra tremenda estupidez. ¿Cómo es posible que estuviera amargado cuando tenía salud, cuando vivían mis padres, cuando tenía a mi lado a mi hija, cuando tenía trabajo…? Ahora ya es tarde.
Bastaría hacer una lista de todo aquello que tenemos para ver lo equivocados que estamos cuando ponemos el condicionante de la felicidad en algunas cosas que nos faltan.
Lo que no tenemos actúa casi siempre como un eximente de la felicidad. Si tuviera tal cosa, entonces sería feliz… El problema llega cuando tenemos eso que tanto anhelábamos. Entonces fijamos la atención en otra cosa… Cuando tenga trabajo, cuando tenga novia, cuando me case, cuando tenga un hijo, cuando el hijo sea mayor, cuando acabe la tesis, cuando haga la casa en el campo… Lo cierto es que preside nuestra vida aquello que nos falta, aquello que no tenemos. Y no le sacamos partido a lo que tenemos, a esa caudal inmenso de cosas buenas.
Un caso paradigmático es el del parado que ansía con todas sus fuerzas tener un puesto de trabajo. Prepara oposiciones, que suspende una y otra vez. En ese momento podría firmar un escrito en el que se comprometiese a sentirse feliz una vez obtenido el trabajo. Aprueba las oposiciones. y empieza a ser infeliz por otra causa. Porque tiene que madrugar, porque el sueldo es pequeño o porque el jefe es un tanto autoritario.
Otro caso ejemplar es el del enfermo. Piensa que, una vez recuperada la salud, será feliz. Cuando alcanza la curación se interponen en el camino de la felicidad otras pequeñas o grandes desgracias. Tiene que madrugar, hace mal tiempo o pierde su equipo de fútbol…
Por supuesto que un caso prototípico es el del niño o el del joven que piensan que con la vida adulta llegará la felicidad. Cuando sea mayor, cuando sea como mi padre, cuando pueda decidir dónde ir, cuando no tenga que pedir permiso… ¿Qué sucede cuando llegan todas esas situaciones?
En la sociedad del consumo, uno de los señuelos de la felicidad es la consecución de aquello que todavía no podemos comprar. Cuando tenga una casa propia, cuando compre el coche nuevo, cuando almacene varios millones… seré feliz. Desmond Morris, en un sugerente libro, ‘La naturaleza de la felicidad’, define la civilización con el símil del botiquín que carga a la espalda el mono desnudo, tan pesado que le causa ampollas en los pies, obligándole entonces a utilizarlo. “El mono desnudo, el animal humano, siempre está intentando volver a su pauta biológica pero sin soltar sus nuevas adquisiciones”, dice Morris.
¿Por qué no disfrutar de aquello que tenemos? ¿Por qué no pensar en aquellas situaciones, personas, conquistas, momentos que nos hacen felices? Cuando vaya, cuando tenga, cuando vea, cuando pueda, cuando crezca…, son expresiones hipotéticas que, si somos inteligentes, pueden ofrecer satisfacción sólo ahora. Porque las tenemos en las manos. Porque cimentan la esperanza. Pero, además de estas promesas (que pueden vivirse como alicientes o como desgracias) podemos disfrutar de muchísimas personas, cosas y circunstancias. Entre todas, de la incomparable circunstancia de seguir viviendo.
Lo que nos falta
6
May