¿Para qué quieres la naranja?

14 May

El suicidio de Jokin nos ha puesto a todos y a todas contra las cuerdas de la reflexión. A todos: al profesorado, en primer lugar. Pero también a las familias, a los políticos y a los ciudadanos y ciudadanas en general. Es terrible que un alumno se quite la vida como consecuencia del acoso recibido de sus compañeros, precisamente en la institución que debería enseñarle a vivir. La fragua de la convivencia se convierte en el escenario de la muerte. Los problemas complejos no pueden resolverse con análisis y soluciones simplistas. Conviene fijar las dimensiones, la naturaleza y las estrategias de la convivencia en las escuelas. A veces, un hecho aislado se airea en la prensa y se convierte en tema obsesivo de conversación y en contenido obligado de tertulias, artículos y programas. Si un hecho negativo sirve para hacer el diagnóstico, ¿no podríamos tomar como punto de partida otro de carácter positivo?
De esta manera se capitaliza el problema de la violencia demandando dureza en las sanciones. Pocas veces se hacen análisis rigurosos sobre lo que ha sucedido, sobre sus causas y sus soluciones. Pocas veces, cuando se adopta una solución, se estudian los efectos que ha producido. Como si éstos llegasen de forma inexorable según las intenciones y los plazos previstos. Lo que sucede realmente es que, a veces, no sólo no se producen los efectos deseados sino que aparecen efectos secundarios negativos que agravan el problema.
Cuando se simplifica el análisis de un problema, sea por defectuosa descripción de su contenido, sea por la apresurada y poco rigurosa definición de sus causas, se incurre en dos graves consecuencias. En primer lugar, imprecisión: se distorsiona la realidad, se la malinterpreta y, en definitiva, no se la puede comprender en sus justos términos. En segundo lugar, injusticia: se la manipula de forma interesada, perjudicando a unos y favoreciendo a otros. Como siempre hay intereses en juego, el análisis parcial defiende los de quienes lo realizan.
¿Qué hacer, pues? En primer lugar, hay que describir con rigor lo que sucede. ¿Qué pasa realmente? ¿Por qué unos agreden, por qué otros se callan? Lo que para algunos es una grave indisciplina, puede ser para otros el ejercicio de un derecho fundamental. Cuando un alumno dice con claridad y crudeza lo que piensa de un profesor o de la institución no está, quizás, sublevándose, está ejercitando el derecho de expresión y el deber de la crítica.
En segundo lugar, hay que analizar con rigor cuáles son las causas de ese problema. Los conflictos entre personas no suelen tener una causa única. Son complejos, tienen historia y contexto. Muestran manifestaciones múltiples y consecuencias imprevisibles. Cuando no se analiza con rigor un problema es fácil que las soluciones sean ineficaces o contraproducentes. Si se piensa que la falta de disciplina se debe a una vigilancia suave, ¿se podrá solucionar (como en algún Centro se hace) contratando guardias para los patios y pasillos? ¿Qué pasará cuando no tengan vigilancia? ¿Así se educa en la libertad, el respeto y la responsabilidad? Si se dice, por ejemplo, que el problema de la disciplina es que ahora falta mano dura, la solución consistirá en instaurar un régimen de amenazas y de castigos severos. Si la raíz del problema es la falta de afecto, ¿se podrá solucionar con castigos de dureza extrema? Si la causa de la indisciplina es el talante autoritario de la dirección, ¿se solucionará el problema intensificando la naturaleza y duración de los castigos?
Esto me recuerda la anécdota sobre unos funcionarios de prisiones a quienes se advirtió de que castigar a los presos sólo conseguiría aumentar los estallidos de violencia. Tras una cuidadosa reflexión, los carceleros llegaron a la conclusión de que la solución al problema consistía en “castigar los estallidos de violencia”.
Veamos un ejemplo de diagnóstico equivocado. Una pareja se levanta una buena mañana y se dirige a la cocina.
–¿Qué buscas?, pregunta él.
–Una naranja, responde ella.
– ¡Qué coincidencia! Yo también venía a buscar una naranja, apostilla él.
Abren la puerta del frigorífico y se encuentran con una sola naranja. ¿Cómo resolver el problema? Existen varias soluciones: Partir la naranja por la mitad, sortearla, salir a comprar más, tener la deferencia de cederla al compañero o compañera…Pero la solución adecuada no se encuentra sin conocer el diagnóstico preciso de la situación. Porque el diálogo entre la pareja sigue así:
–¿Para qué quieres la naranja?, pregunta él.
–Para hacer un zumo, contesta ella.
–Qué gracia. Yo la quiero para echar en el arroz con leche un trozo de la monda.
La solución, conocido el diagnóstico, no es ninguna de las propuestas citadas anteriormente sino hacer el zumo y entregar la monda al compañero.
En tercer lugar, hay que aplicar las soluciones pertinentes teniendo en cuenta que no hay dos situaciones iguales ni dos personas o grupos idénticos. Todos los casos son únicos. La solución ha de aplicarse a las raíces, no meramente a la desaparición de los síntomas. Si conseguimos muestras externas de disciplina pero aumentamos el rencor y el odio al que la impone por la fuerza, ¿no estamos aplazando y agravando el problema? Si alcanzamos el orden por la fuerza, ¿estamos educando para la convivencia y el respeto?
En cuarto lugar, es preciso observar y analizar la evolución de las soluciones. ¿Mejora la situación? ¿En qué tiempos? ¿A qué costa? ¿Con qué efectos secundarios? A veces, se espera o se pretende que las soluciones surtan un efecto radical e inmediato y no se tiene en cuenta que los procesos tienen un curso lento y fluctuante. Las soluciones no avanzan como las flechas. Puede ser que una solución bien concebida no surta efecto por múltiples motivos. Era, teóricamente, una buena solución pero no se aplicó bien, no se contó con medios suficientes, aparecieron nuevos elementos que hicieron negativa la aplicación planificada.
Pocos aspectos de la dinámica escolar están tan transidos de irracionalidad como la disciplina y el régimen de castigos. Pocos aspectos tienen tanto que ver con la ética. La ética surge del acuerdo establecido entre todos acerca de los derechos que nos concedemos y nos comprometemos a respetar, derechos que se basan en nuestra condición de personas. No se puede olvidar que la escuela es una institución educativa, no coercitiva. Su principal pretensión es la de enseñar a convivir. Y para ello lo esencial es el aprendizaje del respeto. No las amenazas, la vigilancia y los castigos. Se salva a Jokin enseñando a convivir, no repartiendo golpes a diestro y siniestro. Puede darse, al hacer justicia, un inquietante sentimiento de venganza. Un alumno me dijo, en cierta ocasión, con lágrimas en los ojos: “Profesor, fulanito me ha dado una patada y ahora no quiere que le de yo otra”. Estaba profundamente indignado por la injusticia.

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