“Los jóvenes ya no son lo que eran”, como una frase que has pensado, o has escuchado, o incluso que has dicho en una cena de Nochebuena, o tras la marquesina de un autobús de la EMT, o en una reunión de exalumnos… “Los jóvenes ya no son lo que eran”, como una retahíla o un poema de Joyce, “ya no son lo que eran”, dicho como ya lo dijo tu padre, y tu abuelo, y el abuelo de tu abuelo, y Aristóteles hace veinticinco siglos: “los jóvenes que son irresponsable y vagos”, eso lo dijo Aristóteles, al parecer que no sé, “los jóveneSSS”, con una “S” líquida, mayúscula y arrastrada, como el que dice ESSSpaña, y entonces dejas el cubata en la barra y piensas en lo que ya no eres ni serás jamás: O sea, joven.
Hay una tendencia irresistible, que pasa de generación en generación, y que consiste en mirar a los más jóvenes desde un pedestal moral. Suele ser cosa de pollaviejas y cuñados que te sueltan la típica chapa condescendiente y luego eso de que los jóvenes son unos flojos, unos críos hiper protegidos, esos niñatos de la generación de cristal crecidos entre algodones…, una pena. Los mismos pollaviejas y cuñados, los mismos chapas que han educado a los que critican y que exigen una capacidad de evaluación que han perdido. Esos que dicen cosas como “a vosotros, os falta una buena mili” y así. Esos a los que no pienso dedicar ni una sola línea más, no se lo merecen, porque esto va de otra cosa, esta columna va de los jóvenes y de lo suyo.
Sí, esto va de los jóvenes. De todos los que soportan la chapa de los cuñados y el resto de la presión, de los que no han cumplido los 30, o sí, una generación agotada, desencantada, frustrada, sin ilusiones, de los que no esperan a Godot porque ya no esperan nada, de los que ya han sobrevolado dos crisis, una pandemia y un mundo en guerra, esos que saben (perfectamente) que vivirán peor que sus padres rendidos entre la melancolía y el apocalipsis. Esto va de esa generación que tiene que soportar la típica frase, “los jóvenes ya no son lo que eran”, y que se tienen que morder la lengua por no partírtela. De eso va lo de hoy: de jóvenes y de la exaltación de una juventud quemada.
Lo sé porque yo una vez fui joven. No lo recuerdo bien, pero lo fui. Tengo fotos, para que podáis comprobarlo, en un altillo de mi cambiador. Un joven de piel nívea, pelo frondoso y azucarado y manos de pianista. Un joven iluso, entusiasta, clemente… Un joven que corría los 100 metros en menos de 13 segundos y tiraba a canasta con los ojos cerrados. Quería ser un genio o un santo y he acabado en la tele. Quería ser un gigante y me he quedado en vampiro. Sí, yo también fui joven y también fui arrogante y voraz y pedante y, a esta hora, puedo decir que siempre mantuve intactas las esperanzas y una sólida nostalgia por lo que nunca seré.
El último estudio de estudio de la Friedrich Naumann Foundation, publicado esta semana, dice que más de la mitad de los jóvenes españoles no pueden cubrir sus gastos básicos, que el pesimismo en el futuro es común y que ya está bien. A los 30, uno de cada tres jóvenes no se ha independizado. También podemos hablar de los datos del paro juvenil, casi la mitad, o de la precariedad laboral. Son la generación mejor preparada de la historia, con todo el saber a su alcance y muchas más posibilidades, de conocimiento y recursos, que las que tuvieron sus padres y sus abuelos, pero una generación que la historia no acompaña.
Jóvenes que no pueden imaginar un futuro mejor entre un progreso encallado y una política sin alternativas, jóvenes que piensan que nada de lo que puedan hacer cambiará las cosas, jóvenes que opinan que la crisis es algo estructural y que así no se puede, jóvenes que tienen pánico al futuro, jóvenes que creen más en las distopías de Netflix que en las utopías por las que lucharon sus abuelos, jóvenes que saben que la nostalgia ha ganado la batalla a la imaginación… Lo sé porque yo también fui joven y lo sé porque hablo con ellos lleno de rabia y amor.
Hablo con ellos, los escucho, les beso las manos, les intento acompañar… Yo también fui joven como ellos lo son ahora, y también fui inocente y pobre, y también soñé con vivir una vida heroica y famosa. Hablo con ellos, los miro a los ojos, unos ojos de vidrio, de bondad y de angustia, y les digo: “cada tiempo descubre su propia juventud, cada generación vive su propia juventud, no hagáis caso a los señores mayores, aquellos que os hablan desde una montaña de envidia y basura”, y añado, “porque la juventud acaba siendo una ilusión del tiempo y de la historia”. Luego, al volver a casa, cuando les dejo bebiendo en Teatinos, conduzco por la A-7 y recuerdo que me levanto a la misma hora que se levantaba mi padre, muy pronto, para trabajar, a las seis en punto de la madrugada.