Me siento a escribir una columna sobre Oriente Próximo y me sale escribirla con las tripas. Escribir con las tripas es vomitar. Pienso que vomitar no es mi estilo, no conviene y no suma. Sin embargo, es lo que siento. Tengo ganas de vomitar y de escribir con rabia. Todos sentimos la pena, el dolor, esta desértica desolación. Me sale decir todas esas cosas que siento al ver las noticias de la tele. Decir cosas como “qué hijos de puta” o “qué barbaridad”. Decir algo así como “no hay derecho a matar a un niño, a bombardear un hospital, a secuestrar a una mujer que festeja la paz”, y me da igual el bando, “no, no hay derecho, malditos”. Me sale esto y mucho más pero hoy, más que nunca, hay que escribir con la cabeza.
Hace años mi profesor de Ética Periodística, Fernando Velasco, me lo dijo: “si has entendido el problema de Oriente Próximo, es que no te lo han explicado bien”. La complejidad siempre es larga y oscura, un laberinto largo y oscuro. Oriente Próximo es un universo frágil e inestable con decenas de iglesias -judías, musulmanas e, incluso, cristianas-, etnias, familias, idiomas y matices, víctimas y verdugos, que han sido también verdugos y después víctimas, que conviven en un pequeño trozo de tierra desde hace demasiado tiempo. Son décadas, siglos de una historia eterna entrecruzada, enfrentada, endemoniada, una historia llena de nudos, sangre y muerte.
El ataque de Hamás hace justo hoy dos semanas, coincidiendo con el aniversario de la “Guerra del Yom Kippur” hizo que todas las piezas se desparramasen, otra vez, por el tablero. Un ataque brutal, injustificado, medieval. Un ataque que responde a las décadas de abusos israelíes. Este martes, otro bombardeo en un hospital, el Al Ahli, de Gaza. El odio infinito, el desprecio por la vida humana. Ya son miles de muertos en ambos lados. Veo los datos, como si fueran contadores de un Casino de Las Vegas, y vuelven las tripas, las letras deformadas de rabia, los insultos y uno tiene ganas de maldecir todas la guerra y sus terribles consecuencias. Pienso, paro, salgo un rato y vuelvo a la cabeza. A escribir con la cabeza.
Recuerdo que la porcelana rota dura más que la intacta y me tranquilizo con un café caliente. Sigo escribiendo, suena la radio, suenan los cohetes, los misiles. En Málaga, ha empezado a llover. En base al Derecho Internacional, los palestinos tienen razón a oponer resistencia a la ocupación israelí. Algunos dirán que también el deber. A la vez, los israelíes tienen el mismo derecho, algunos dirán que el deber, a responder a las agresiones de Hamás. El Derecho Internacional ampara ambas defensas. Es, como la canción de Iván Ferreiro, “el equilibrio imposible”. Encontrar el punto justo, la proporcionalidad entre ambas opciones recordando que un desequilibrio trascenderá a un conflicto aún mayor, lo que sería un éxito de los extremistas y un desastre para todos.
La solución parece imposible a esta hora. Mirar estos días a Oriente Próximo es como mirar a las entrañas de un gran pez muerto, cuyas branquias se desparraman hasta el infinito como las cuerdas rotas de un violonchelo. De las tripas a la cabeza, otra vez. Ha empezado la tormenta. Pienso en lo nuestro, en lo que nos toca, lo que podemos hacer los demás, desde aquí, bajo esta lluvia, nosotros los que tenemos la responsabilidad de ayudar a resolver las injusticias que sufren las dos partes, lo cual no quiere decir que apoyemos las crueldades y venganzas que cometen algunos individuos de ambos bandos. En un contexto de desequilibrio es fácil desequilibrar, en un entorno deshumanizado es sencillo olvidarse de lo humano. Y así deberíamos empatizar con las víctimas israelíes de la rave del 6 de octubre y con los palestinos que conviven bajo las bombas y tener cuidado con las narrativas excesivas, los trazos gruesos, las zonas grises, el frentismo de las palabras. Cabeza y paraguas.
Debemos saber que la venganza nunca es una estrategia, que condenar la barbarie de Hamás no es incompatible con denunciar los crímenes de guerra de Israel, que hay que estar siempre con la población civil, que es necesaria la ayuda humanitaria y que lo es ya, que hay que exigir la puesta en libertad de los 200 rehenes, que es inaceptable el bloqueo de Israel a la Franja, tan inaceptable como la utilización de los gazatíes como escudos humanos por parte de Hamás, que la paz tendrá que pasar por entender las injusticias de todos los bandos y empatizar con ellos, que la barbarie no se combate con barbarie, se combate con civilización y que la legítima defensa deja de ser legítima si es una pasada de frenada.
Es el equilibrio imposible, entre la cabeza y las tripas, bajo esta tormenta perfecta de otoño, el sitio exacto de esta columna, el conflicto eterno de Oriente Próximo que vuelve a desangrarse… Estando seguro de que el razonable enfado justificado, otra vez las tripas, no debe perdernos en la sinrazón y que la condena más enérgica sobre todo lo que está sucediendo, subimos a la cabeza, no nos borre la explicación sobre cómo se ha llegado hasta aquí, frente a este precipicio, bajo esta lluvia de desierto, dentro de este gran pez muerto cuyas branquias se desparraman hasta el infinito como las cuerdas rotas de un violonchelo.