Málaga, Sitges, Barcelona

16 Jun
Habitación 324.

Joan es independentista, pelirrojo y vehemente. Joan es mi amigo y vive en Barcelona. A Joan le conocí hace casi 30 años en la Heladería Seashell de Wildwood, New Jersey, Estados Unidos. Nos hicimos amigos de repente, como un flechazo, discutiendo sobre la Corona de Aragón, 1714 y Jordi Pujol. Servíamos bolas de helado y discutíamos. Siempre hemos discutido, en plan debate, en plan bien, pero siempre nos hemos respetado y admirado. Nuestra amistad se ha mantenido durante años, primero por carta, aún por WhatsApp. A Joan le debía una visita. Tengo una presentación, así que aprovecho, pillo un avión y me escapo a Barna. Viajo solo y apenas llevo equipaje. Me siento bien.

En el Aeropuerto del Prat, me recibe un coche que conduce un peruano muy amable. Hablamos y volamos a 120 por una carretera que es una cuerda en un bolsillo. Es de noche en Cataluña, una noche muy oscura. Suena Moby en Rac1. Conduce el chofer peruano por esta carretera nacional y por no pagar el peaje, y yo pienso en qué pasaría si tuviésemos un accidente ahora, esta noche, si nos matásemos juntos, aquí, mientras suena Moby, el taxista y yo en este acantilado negro. No sé por qué pienso siempre estas mierdas macabras. Al fondo, veo las luces de la ciudad y me tranquilizo un poco.

Me hospedo en el Hotel Meliá de Sitges. Me gustan mucho los hoteles. Un hotel es como un útero materno, lo tienes todo sin salir de él. Me gustan tanto que viviría siempre en hoteles. Recuerdo, mientras confirmo la reserva, a Julio Camba (y a Nabokov) que vivió durante años en hoteles. La habitación, la 324, está bien y da a un jardín tranquilo y se ve el mar. Además, tiene una mesa de oficina frente a la terraza en la que puedo trabajar. Creo que era Cortázar, un escritor lleno de puertas, al que le gustaba tener la mesa de trabajo junto a la cama: “por si tenía un sueño que lo pudiera escribir rápido”, lo que fuera que no se escapara, digamos. Me doy una ducha y bajo a tomar algo.

Cuando llego a Sitges, ya digo, que es de noche. Por la noche todos los gatos son pardos. La noche solo tiene oídos. Tomo algo en la terraza del hotel mientras espero que llegue Joan. “Un gin tonic, bien frío, por favor”. Llega Joan y nos damos un abrazo que parece eterno. Está muy delgado y pecoso pero guarda esa apariencia rabiosa, casi adolescente de siempre. De cuando vendíamos helados en NJ, en Estados Unidos. Hablamos, nos ponemos al día, le cuento sobre mi vida en el sur y él sobre su soledad inventada. Hablamos de nuestros recuerdos en América. Los recuerdos son mentira, le digo, “se van editando constantemente”, como los jardines de Borges.

A los pocos minutos, me suelta su bomba: “sabes que soy homosexual”, y yo sonrío y asiento. Lo sabía o lo intuía. Luego añade: “uno elige con quién se casa pero no de quién se enamora”. Me cuenta que está bien, que solo ama diferente pero que, en el fondo, ama igual. Me dice que se ha quitado un peso de encima y que “no quiere perder ni un minuto de su tiempo”. Me dice que “Newton, Leonardo Da Vinci, incluso, Cervantes, también eran gays”. Me dice que ha dejado a su mujer, Julia, y que ve a sus hijos casi todos los días. Conversamos un rato, como en el banquete de Sócrates. Al terminar la copa le pregunto, como una madre: “pero, ¿tú, estás bien?” No hace falta que responda porque está bien. Lo sé. Lo intuyo.

A la mañana siguiente, desayuno y presentación. Luego bajo a la playa, paseo y comemos en El Castell, un arroz caldoso. Me recomiendan el Xató de Sitges. Riquísimo. Seguimos hablando y discutiendo, como siempre hemos hecho pero en plan bien, enriquecedor. Hablamos de los reinicios, de reinventarse y de seguir el mismo, del hartazgo indepe, de qué es España, de la inflación, del sabor metálico de las pantallas… En los postres, le suelto mi bomba: «dejé el fútbol, Joan, tras la final de Lisboa», y recordamos la canción de Georges Brassens esa que dice «morir por las ideas está bien, pero de viejo». “Ah, y sigo sin tatuar”, y añade: “tenías razón, los tatoos son el gotelé del futuro”. Y reímos y brindamos y celebramos la amistad. Que no pare.

Por la tarde, paseo con Joan por Barcelona y me asalta una extraña sorpresa frente a la actividad frenética de una gran ciudad que me cautiva siempre. Nos despedimos en Plaza de Cataluña sin grandes ceremonias y prometemos vernos en Málaga. Pienso que la amistad no va de ser inseparables sino de estar separados y que nada cambie. Para hacer tiempo, entro en una librería y lo único que se me ocurre es coger Viven, la novela de Piers Paul Read, la del accidente de los Andes, y colocarlo en la sección de Gastronomía y, después, salir corriendo como un niño. Canibalismo gourmet, visca la llibertat creativa, terrorismo poético o un chiste, no sé, pero me siento bien. Vuelvo a Málaga. Ya digo que me siento bien.

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