Creo que era Chesterton el que decía que lo contrario del humor no es la seriedad, es el aburrimiento. El humor es una cosa muy seria. Hay que practicar más el humor y tomárselo más en serio. Cuando digo “practicar más el humor” me refiero a dar y recibir risas. A ser generoso. Hacer reír y reír, y a ser más felices y mejores. Y cuando digo “tomárselo más en serio”, me refiero a darle al humor la elevada categoría que merece. Un rango especial en una sociedad moderna e inteligente, no sé, un espacio en los museos, en los libros de antropología, en la Constitución del 78: Artículo 170, por ejemplo, “los españoles tienen derecho a un humor divertidísimo a diario”. Hay que hacer más humor. Hablemos de ello aunque esta columna no tenga ninguna gracia.
Últimamente, sospecho, que no nos hacemos bien el humor. Tengo la impresión de que nos reímos menos porque nos ofendemos más. Vamos tan rápido que el humor se nos olvida en casa. Cogemos el móvil, las llaves, la cartera…, pero se nos olvidan las ganas de pasarlo bien, de reír hasta llorar, en definitiva, de ser felices. Como niños. Los niños sí que se ríen bien. Ellos saben de esto. Una sociedad que se ríe poco es una sociedad que se muere un poco. Así que para empezar reivindico menos auto-ayuda y más chistes, menos salvapatrias y más cómicos, menos redes y más enredos. Una sociedad que practica más el humor es una sociedad más sana y, tengo claro, que más inteligente.
El sentido del humor siempre es un SÍ. En el sentido biológico, digamos, nos ayuda a vivir mejor y rodeados de gente positiva. Es un círculo virtuoso. Eso de si quieres estar animando, anima a los demás. La risa es una de las cosas más divertidas que tenemos y es gratis. En realidad, hay pocas cosas más sanas que reírse. Siempre suma: quita el estrés, atrae gente, trabaja la memoria, el corazón… Deberíamos poner un cómico por cada 1.000 habitantes, como el que pone un médico y quita a un burócrata. Humoristas en cada calle, en cada oficina, en las marquesinas y los peajes de las autopistas, gente divertidísima por los pasillos del Mercadona y en los chiringuitos de la playa. A mí los cómicos me han salvado la vida y, seguro, que a usted también.
Cómicos ilustres a los que habría que ponerles nombres de calle, en glorietas o polígonos, o esculturas broncíneas en las plazas de los pueblos, o sus retratos en los pasillos de las Casas Consistoriales. Humoristas necesarios y urgentes que nos han salvado la vida como Tip y Coll, Faemino y Cansado, Gila, Miguel Noguera, Pantomima Full, Ana Morgade, Virginia Riezu, Eva Soriano, Berlanga, Cuerda, Ortega, Castelo, Ozores, Ignatius, Broncano, los Chanantes, Lina Morgan, Flo, Berto, Leo, Martes y Trece, Pedro Reyes, Eugenio…, y los nuestro Manu, vamossss, s Dani, Salva, Carrero, Tomás, Manolo, Jacob, Carmelo, Chico y, por supuesto, el gran Chiquito.
Nunca olvidaré la primera vez que vi a Chiquito de la Calzada. Fue en los noventa y fue en un surrealista verano en Marbella. Estábamos en un hotel lleno de nórdicas en top-less y yo era un ávido joven en busca de experiencias. Una noche apareció con una de aquellas camisas de fantasía, andando a saltos y saludando a todo el mundo dos veces. Era Chiquito. Aquel tipo de patillas flamencas que parecía haberse inventado un lenguaje, que contaba unos chistes eternos y antiguos, pero el chiste daba igual, había verdad y sorpresa, delivery, pura filosofía surrealista como aquel verano de los noventa.
Humor en un hotel de Marbella, en los coches, en los probadores del Zara… Hay que hacer más el humor, en todos los sitios y a todas horas. El humor es libertad y depende del contexto. Se pueden hacer chistes de todo tipo pero no en cualquier sitio ni con todo el mundo. El mejor humor se ha hecho, de toda la vida, en las cafeterías de los tanatorios. El contexto, insisto, es fundamental. En la intimidad del salón de casa, por ejemplo, cuando sabes que no hay nadie más que tu pareja y tú, salen los mejores chistes, quizás los más salvajes, raros y oscuros, pero también los más sorprendentes y verdaderos, los que conectan, los que te hacen llorar de la risa y recuerdas.
Y fuera del salón, en la sociedad, también: más humor y más amor. No sé a quién escuché decir, una vez, que “el humor es un termómetro pero no un termostato”. O sea, mide la temperatura social pero con él no se pueden cambiar las cosas. El humor es la mejor herramienta de para analizar a una sociedad, para medir su nivel de tolerancia o resilencia, para saber nuestro estado de salud mental o definir nuestros miedos y precipicios. Hay que reírse de todo y de todos, y cuando digo de todos, por supuesto, digo de uno mismo el primero. Entender que uno mismo puede ser su propia parodia y la sociedad un chiste y no pasa nada, porque nunca pasa nada. Sí, amigos, casi todo es un chiste, aunque no tenga gracia, porque el humor ni siquiera tiene porque ser gracioso, como esta columna que, ya lo sé, no ha tenido ninguna gracia.