Ahí están, otra vez, porque toca, disparando frases de fogueo, escopetas de feria cargadas de promesas, una especie de sombra sospechosa que te quiere dar la mano, un hombre o una mujer, un político dentro pidiendo el voto: haré 200 viviendas sociales; nuestro municipio necesita mejorar en limpieza; rebajaremos la huella de carbono; un parque de 50 hectáreas; 3.000 árboles; un nuevo Centro de Salud y salud para todos; para todos, todo; para nosotros, vosotros; para nosotros, nada… Luego llegan los aplausos, las encuestas, las fotos en redes, “nos echamos un selfie”, la jornada de reflexión, la noche del domingo, noche electoral y, después, un estruendoso silencio.
Hablo con los principales candidatos para estas Elecciones del 28M: Málaga, Torremolinos, Rincón de la Victoria, Benalmádena, Mijas… Paco, Marga, Francis, Víctor, Josele y otros tantos alcaldables. Es la suerte de mi trabajo. Tener cerca a los protagonistas de la noticia. Les hago conversatorios. El término “conversatorio” se lo robé a García Márquez un día que no miraba. Tengo la oportunidad de estar con los candidatos y de escuchar sus respuestas, de ver sus movimientos a pocos centímetros, casi a cámara lenta, slomo, y la oportunidad de analizar su lenguaje no verbal y sus silencios. Los silencios dicen muchísimo. Ellos, quizás yo también -que nunca se sabe-, a escasos centímetros, tan cerca de la gloria o la derrota de sus vidas.
A veces, no siempre, lo bueno está antes y después de las entrevistas. Ese primer saludo, esa conversación trivial hasta el set, “no sabía si ponerme corbata”, me dice uno, “¿sabes que estoy nerviosa?”, me suelta otra, “¿no seas malo?, me pide el último. Ni que uno pudiera ser malo preguntando. En ese momento no hay argumentario ni frases hechas. Les explico la estructura de la entrevista: política, una parte personal y un cuestionario. Al terminar el conversatorio, compartimos un rato y algunas respuestas que nos son comunes. Y ahí, justo en ese instante, es donde todos somos iguales. Hablamos de los hijos, de los sueños no cumplidos, de achaques y miedos… Fuera de plano, los políticos son humanos y todos los humanos podríamos ser políticos.
Cabecera y estamos en el aire. Prevenidos: tres, dos, uno… Tuyo, Roberto. Presento, hablamos, pregunto, responden, intento sacarles del argumentario, repregunto, no es fácil, el formato express no ayuda, ellos se agarran a lo que han ensayado durante semanas, meses, incluso años. Es lo normal de la entrevista, una lucha dialéctica, desde la buena voluntad, pero una lucha. El plató se ha convertido en un ring de boxeo. Suena la campana. Repregunto, lo vuelvo a intentar, les llevo a una parte más personal, qué leen, a qué dedican el tiempo libre, disparo con el famoso Cuestionario Proust, cuando digo “Proust” algunos no saben ni de que les hablo, “¿a qué le tiene miedo?”, “¿qué defecto le genera más indulgencia”, “¿cuál es su ideal de felicidad?”. Ellos sonríen y contestan. La mayoría son buenos en este juego. Saben que cada palabra es un voto y no está la cosa para fallar palabras ni perder votos.
Al salir de la tele, les veo en los carteles de la calle, sobre las tablas, en portada, últimos mítines, pidiendo el voto…, y entonces vuelve el político, los disparos de fogueo y las escopetas de feria. Y yo me pongo a pensar sobre ellos y solo pido que el candidato sea una persona con cristalinos principios éticos, con vocación de servicio social, capaz de entenderse con los vecinos… Conduzco y le doy vueltas a lo del candidato ideal. Un hombre o una mujer formal, no necesariamente serio, ni estirado, ni fatuo, no por Dios, pero sí honrado, trabajador, listo, amable sin afectación, educado y amante de la cultura, que sepa quién es “Proust” o lo de la magdalena, y amante de las buenas formas.
Siempre que conduzco me pregunto si un mal conductor puede ser un buen padre. Pienso en el mejor candidato y sigo por la A-7: un prototipo de político con un fondo claro, digno, próximo, con argumentos más que con improperios, con respeto al contrincante y, sobre todo, a nosotros, el pueblo. “Más le vale”, me digo. Sigo conduciendo y sigo pensando: una persona capaz de pensar alto, sentir hondo y hablar claro, una persona de abisales convicciones y arraigados principios, principios democráticos, para diferenciarlo del político vulgar, que sólo busca el éxito inmediato y que defiende intereses espurios, manifiestamente egoístas o inmorales. Alguien prudente, decidido, innovador, astuto y solvente. Eso es.
El buen candidato, sostengo ya llegando a casa, debiera ser un político con mayúsculas, PO-LÍ-TI-CO, que haga política con mayúsculas, PO-LÍ-TI-CA, haciendo de su gran deber su dedicación principal. Un ser humano, hombre y mujer, pero buen humano, honrado y competente. Y entiendo que aún así, con todas estas cosas, el candidato puede que no gane este domingo –eso también dependerá de un programa como Dios manda y de todo lo demás-, pero sí, al menos, creo que recibirá el mérito de que sus logros son fruto de proyectos valiosos y acciones bien construidas, y tal y como está el patio, ya sería bastante. Un buen ejemplo, el buen candidato. Y, al aparcar, ya en casa, tras llevar a los candidatos encima todo el día, hablar con ellos, pensarlos, recuerdo aquella frase de Felipe González, lo de “aquel que solo vale para ser político, posiblemente no sirva ni para eso”.