Es lunes. Me levanto temprano para preparar el programa de la tele. Me pongo un café y la radio. Escucho las primeras noticias: “un terremoto en Turquía…”, hablan de varias decenas de muertos. Vaciado de prensa. Leo los digitales y veo las primeras fotos, los primeros mapas de la zona. Ha sido en el sur de Turquía y en Siria. Me temo que sea mucho peor. En pocos minutos, la cifra de fallecidos sube como en el contador de un casino de Las Vegas. Antes de que amanezca se habla de casi cien muertos y muchos más desaparecidos. Pienso que las primeras horas, en este tipo de sucesos y en la vida, en general, son fundamentales.
Debió ser algo así: al principio, un vacío o un silencio oscuro en la noche, luego un estruendo brutal e inédito desde las entrañas de la tierra, placas tectónicas chocando titánicamente, liberando una energía atómica, y después noventa segundos de irrealidad, de un simulacro real, de temblor, rugidos y oscuridad, noventa segundos eternos en los que la tierra aúlla y todo parecer terminar, y entonces buscas una salida, y piensas meterte debajo de una mesa o bajo el dintel de una puerta, y el suelo y las paredes parecen de chicle, y se acercan, y se alejan, y solo debes pensar que es el puto final. Leo una declaración: “solo queríamos morir, al menos, morir juntos”, dice un superviviente.
Hablo con Ana Zafra, amiga cordobesa y colega periodista, que está en Turquía. Me dice que está bien y que ha sido muy gordo. Me pasa la primera información como el que pasa droga. Empiezan a llegar las primeras confirmaciones: un terremoto de 7,8 grados de magnitud en la escala de Richter. El vicepresidente de Turquía, Fuat Oktay, afirma que hay al menos 284 muertos y más de 2.300 heridos. Llego a la tele y veo las primeras imágenes que envía Europa Press. En la pantalla, decenas de edificios caen desplomados como fichas de dominó. Pienso en el Tsunami de Indonesia o en el 11-S. Un desastre.
Empiezo el programa de la tele. Doy las primeras noticias en directo sin ser consciente de la magnitud del desastre. Aún no puedo ni siquiera imaginar los gritos de las víctimas atrapadas bajo los escombros, cómo el frío y las heladas dificultan las labores de rescate y búsqueda, la melodía de los teléfonos móviles sonando inútiles al otro lado de los cascotes… Ya son más de 700 muertos y no es ni mediodía. Cualquier actualización se queda desfasada al instante. Pienso en estas “primeras horas” que vivimos en shock y pienso en las primeras horas de una relación, de un trabajo, de una vida, en las primeras horas de un final… Los neurocientíficos saben de ese primer instante. Ese instante donde todo es un secreto. La importancia de esos primeros instantes.
Minutos después, Erdogan informa ya de 912 víctimas, más de 5.300 heridos y 2.800 construcciones derrumbadas. Se pone en marcha un puente aéreo, la UE activa sus programas de ayuda, los líderes internacionales escriben en Twitter… Siguen las réplicas. Una de ellas de 7.5. Leo la crónica de un corresponsal de la BBC: “…en la provincia de Hatay se podía escuchar la voz de una mujer procedente de una montaña de escombros. Pedía ayuda mientras cerca de allí, el cuerpo de un niño yacía sin vida…” Da igual lo que escriba a continuación. Lo sé. Las palabras siempre se quedan cortas, inútiles, vacías en estas circunstancias.
A las 14 horas, el balance es desolador: más de 1.600 muertos, miles de desaparecidos, y el caos y la desesperación y el dolor y una pena negra que va cubriendo el planeta. Por la tarde, ya son 2.400 los fallecidos. La lucha contra reloj en la búsqueda de supervivientes y en la llegada de la ayuda humanitaria son claves. Las primeras horas, otra vez. Siempre se dice eso de “las primeras horas son fundamentales” y debe ser verdad. Cae la noche, los trabajos de rescate siguen. Algunas de las localidades afectadas aún no han recibido ninguna ayuda. “Hace mucho frío”, cuentan los corresponsales. Ha nevado, está helando, temperaturas bajo cero… Vaya mierda más grande. Qué pena.
Antes de cenar, veo las noticias de Piqueras: “hacen ruidos, pero no llega nadie… Dios mío… Están gritando… Están diciendo: ‘Salvadnos’… Pero no podemos salvarlos… ¿Cómo los vamos a salvar?”, dice un hombre cubierto de polvo, llorando, agotado, abatido… Los equipos de salvamento no paran durante la noche. Con ayuda de focos y generadores siguen por turnos que cada hora cuenta. Me voy a la cama y a la mañana siguiente, de nuevo, café, radio y vaciado. En la madrugada, se escucha el silencio de dos países desolados por la tragedia. La cifra de muertos se acerca a los 5.000. Al entregar esta columna la cifra se habrá quintuplicado y yo vuelvo a pensar en estas primeras horas.
Porque al final es verdad lo que dicen las noticias: “las primeras horas son fundamentales” y son esas horas secreto las que me llevan a escribir esta columna. Por esas primeras horas, las decisivas de la vida, las de este lunes, como aquellas en las que le dijiste “te quiero”, o cuando el volantazo en la A-6, o aquella llamada inoportuna, o el primer momento de aquella primera vez, y la primera que montaste en bici o que entraste en un estudio de radio, tantas veces las primeras veces: nacimientos, viajes, preocupaciones, goles, juegos, risas, despertares, la vida, la vida como fotogramas de una peli… Pienso ahora en la primera vez que te sorprende un terremoto, las primeras horas bajo los escombros. Qué raro todo, ¿verdad?, y qué pena, me digo, que esta primera vez sea, paradójicamente, la última vez.