Durante muchos años, en las redacciones de los periódicos y las teles, no hablábamos del suicidio. Era tabú, no convenía, directamente no se hablaba. El suicidio era un misterio, un misterio dentro de un misterio. No se hablaba en los medios, ni tampoco en la sociedad. Sonaba lejano, quizás exótico. Afortunadamente, el tabú ha caído y empezamos a tratar el tema, aunque no es fácil. Esta semana, una niña ha vuelto a sacar el tema en la tribuna del Congreso de los Diputados. Tratar la ideación suicida es fundamental. Hablar, escuchar, empatizar, siempre es necesario. Nos espera, eso sí, un largo y agotador camino que debemos recorrer juntos. Hablemos del suicidio.
Esta columna no es fácil. Lo sé. Ni de escribir, ni de leer. Escribir y leer sobre la muerte no es sencillo, ni es divertido, ni mola, pero hay que hacerlo. Tenemos que hablar sobre el suicidio y los suicidas y, sobre todo, intentar comprender por qué la gente se quita la vida. Cada dos horas y cuarto, alguien se quita la vida en este país. Sí, en España, todos los días se suicidan un montón de personas, son casi 4 .000 muertes al año, once al día, un tercio son jóvenes y adolescentes. Y son muchos más los que lo intentan. Por fin, hay un teléfono de atención al suicidio, que es el 024, y recibe más de 300 llamadas cada jornada. Avanzamos, sí, pero queda un mundo. Los datos son fríos y duros como un bloque de hielo en el Ártico.
El suicidio es la primera causa de muerte no natural en España y llevamos décadas de retraso, años de un silencio pegajoso y consensuado, lacerante e inútil. Esta misma semana se publicaba también un nuevo estudio de la Complutense de Madrid y del Hospital del Mar de Barcelona que concluye que “desde 2018 se observa una tendencia creciente de mortalidad por suicidio año tras año”, y añade que “la pandemia ha supuesto un incremento significativo”. Otra estadística que demuestra la urgente necesidad de establecer estrategias nacionales que lleven a planes integrales de prevención del suicidio.
Ya hemos roto el silencio, bien, es un paso, y ahora hay que intentar entender el porqué del acto suicida. Como dice mi admirado Joan Carles March, “el suicidio no es culpa de nadie pero es responsabilidad de todos”. Las causas siempre son complejas. Vivimos en un mundo en el que todos tenemos que ser felices todo el rato, 24/7, 365 días al año. Hay que ser el mejor y nunca puedes resultar débil. La debilidad no se admite y las emociones son reprimidas. Tiempos líquidos, urgentes y combativos en los que nos obligamos a mostrar siempre el mejor perfil y es, entonces, cuando la idea del suicido se cuela silenciosa y letal por las rendijas de la sociedad.
El suicidio es un misterio dentro de un misterio. Una nebulosa de explicaciones, como dijo Primo Levy. En verdad, el suicidio es el gran interrogante filosófico de la vida. Albert Camus, en El Mito de Sísifo, tiraba ficha y se hacía, en verdad, la única pregunta fundamental: “¿merece la pena vivir la vida?” Una obra que arranca con aquello de “no te afanes, alma mía, por una vida inmortal, pero agota el ámbito de lo posible”. Marc Caellas, en Notas de Suicidio, dice algo muy interesante: “de ser considerado un acto libre en la antigüedad, el suicidio paso a ser pecado con el cristianismo, luego se convirtió en un crimen y ahora se considera una enfermedad”. Es cierto, el suicidio es un misterio pero también un pecado, un crimen, una enfermedad, y no terminamos de entender al suicida y, por lo tanto, no terminamos de respetarlo.
Durante muchos años, vimos el suicidio como algo exótico. Grandes artistas y escritores decidían quitarse la vida y había un aroma deslumbrante alrededor: Kurt Cobain, Hemingway, Van Gogh, Sylvia Plath, Virginia Woolf… En Torino, Italia, hay un hotel en el que puedes dormir en la habitación de un ilustre suicida. En muchos casos, eran suicidas exhibicionistas, narcisistas, que dejaban cartas transparentes como papiros, y el resto, todos nosotros, parte de un público admirado. El suicidio es también un misterio exótico hasta que te toca, claro. Un familiar suicida, un amigo, tú mismo pensando en el inicio del precipicio… Entonces el suicidio no es algo exótico, ni es un misterio, ni un dato frío, sino dolor, rabia, culpa u odio multiplicado por un millón.
La ideación suicida genera mucho dolor, rabia, culpa, y carga de un sufrimiento agudo que no podemos cuantificar. Y es que el suicidio nunca termina con la muerte del suicida. El superviviente, de alguna manera, muere en parte con el suicida. Es amputado. Es un daño colateral. En fin, demasiada pena, demasiados suicidios. 11 al día, 4.000 al año y creciendo, dice la Complu. Por ello, hay que hablar de ello, escuchar, empatizar más, proteger, cuidar, acompañar… No ser indiferentes, seguir este camino que acabamos de iniciar. El suicidio de uno de nosotros no es culpa de nadie pero es responsabilidad de todos.