Hay un elefante gigante azul en la habitación. Todos fingimos que no está. Todos, a lo nuestro. Juan Soto Ivars se acerca y me dice solemne y divertido. “¿Te has fijado que hay un elefante gigante azul dentro de esta habitación? Yo asiento con la cabeza mientras le saludo con la atención que merece un tipo que acaba de sacar un libro, Nadie se va a reír, y le suelto: “sí, hay un elefante gigante azul en la habitación pero nadie va a decir nada”. Nos volvemos a saludar, más afectuosos, casi cómplices y se presenta: “hola, soy Juan Soto Ivars y soy el típico gilipollas que dice lo del puto elefante, encantado”.
Es educado, sonriente y parece que te va a meter un navajazo en cualquier momento. “Te pareces a Diego Luna”, le digo y él responde, “yo te envidio”, y añade de inmediato: “me han contado que supiste irte de Madrid y que vives aquí en Málaga, frente al mar, todos deberíamos saber escaparnos de una jaula”. Me lo dice y sostiene un violín en las manos e interpreta Rachmaninoff. Así es como nos conocemos, Juan y yo, y así son nuestras primeras frases. “Sí, justo al nacer mi hija mayor, supe que la ciudad se había convertido en un lugar hostil”, respondo. Él mira y toca el violín, no toca muy bien pero es una música agradable. “Yo te envidio a ti”, le digo, “supiste irte de las redes sociales, todos deberíamos aprender a salir de las arenas movedizas”.
Juan Soto Ivars dejó todas las redes como el que deja la droga. Juan era un emperador en Twitter, un bocachancla de la cosa y tenía miles de seguidores. Ahora no tiene ni WhatsApp. “No nos damos cuenta del daño que nos están haciendo las redes. Yo en Twitter, cuando lo usaba, he sido mucho peor persona de lo que he sido fuera. Una red social como Twitter es una invitación a cagarla una vez detrás de otra. Recomiendo que salgamos de ahí. A mí me ha ido muy bien, quizá porque soy un poco gilipollas”, repite. Juan Soto Ivars es escritor, columnista, comentarista del taco y “un poco gilipollas”, lo dice él. Escribe para El Confidencial y El Periódico, y colabora con Julia y con Pepa. A mí ya me caía muy bien, pero en el cara a cara resulta aún más brillante y sagaz.
Hablamos un buen rato. Antonio Rubio, que nos ve de lejos, me manda un mensaje. “Estás hablando con el Cuarto Milenio, ¿verdad?”. Leo el mensaje y lo aprovecho. “Juan, sabes que a pesar de lo que digas, de lo que escribas, de lo provocador que seas, siempre serás el que sale en la tele con Iker Jiménez”. Él asiente y se quita el flequillo de la cara como si tuviera trece años. “Al menos, cuando salgo con Iker”, me dice, “hablo de libros y no de políticos”. Sonreímos sin aspavientos y él continúa. “Ya ni siquiera soy un provocador, Roberto, el mundo es tan obvio que ya no busco la provocación sino que me la encuentro, solo intento dar mi punto de visto, sui generis si quieres, porque creo que ahora no hace falta ser provocador para provocar”.
Juan ha publicado Nadie se va a reír, La Increíble historia de un juicio a la ironía, en Debate, las movidas de un loco grupo de artistas que ponen a prueba los dogmas y la autocomplacencia de nuestra sociedad o la historia de Anónimo García y la de nuestra incapacidad para aceptar la ironía y el sarcasmo. Anónimo García fue condenado por publicar en una página web el falso tour que habrían recorrido los miembros de La Manada en los Sanfermines de 2016. Repito: “falso tour”. Juan, que ha dejado el violín, me habla como recitando: “sabes, el acercamiento dramático está permitido, mientras que el acercamiento satírico no lo está”. De pronto, empezamos a reír.
Es un risa fingida, absurda y contagiosa. Yo digo: “habría que saber reírse de todo y de todos, saber en qué lugar hacerlo, claro, pero aprender a reírse de todos es aprender a reírse de uno mismo”. Entre las carcajadas de dos idiotas a Juan le falta el aire para decir: “es de locos pero no distinguimos entre la ficción y la realidad, entre la parodia y el mensaje literal”. Yo le cuento mi anécdota con Rodolfo Chiquilicuatre cuando me contó que harto de insultos, en medio de la Gran Vía, se dio la vuelta y gritó “que era un gag”. Él me cuenta que “hay que saber reírse hasta de Dios”.
De pronto, en medio de este absurdo y os juro que esto ocurrió como os cuento, una pluma gigante, lenta y poderosa cae desde el techo hasta posarse entre las manos de Juan Soto Ivars. Como en el principio de Forrest Gump o así: “Esto es una fantasía”, “pero, ¿esto qué es?”, “de locos”, volvemos a reír. Él dice: “sin duda, esto de la pluma es la prueba inequívoca de que Dios existe y te lo digo yo, que soy ateo”. Entonces yo le recuerdo que “Spinoza, el gran panteísta, decía que Dios vive en todas las cosas”, y añado “sostengo que también Dios vive en la marca blanca de Mercadona”, y él termina, antes de darme la mano, educado y resuelto, y desaparecer, diciéndome: “sabías que Amy Winehouse era fan de la tortilla de Mercadona”.