Una chica que se siente encerrada y hundida, que se siente un fracaso, que habla sola, que se fustiga y se refugia en sus diarios. Una chica que tiene ataques de pánico, ansiedad, depresión, que quiere estar y no está. Una chica que se construyó una casa para resguardarse del miedo y de la no puede salir. Una chica que es una “larva petrificada en una piel pegajosa con forma de piso alquilado”. Una chica y un diario y un fantasma, el de Alejandra Pizarnik. Una chica. Más allá, fuera del piso, las vidas ajenas, el olor a suavizante de ropa, el ruido de las cocinas. Suena Billie Holiday, a veces Françoise Hardy.
A veces, el miedo se queda dormido y ella puede salir de su piso alquilado. Agorafobia. El mundo, para ella, es extraño. Dentro de su cabeza, apretando como una prensa, todo los demás: la baja autoestima, la auto exigencia, los traumas sin resolver, la niñez, la muerte, el miedo, una ruptura amorosa, el dinero, los ataques de pánico, la ideación del suicidio… Por fin sale de casa, queda con una amiga, unas copas de vino. Durante un rato, está fuera de la oscuridad. Hablan. Ella le cuenta sobre el diario y sobre Alejandra Pizarnik, su fantasma. Le dice que es su compañera, “su maestra en esto del dolor y el miedo”. Su amiga, escucha. Durante un instante, hay algo parecido a la vida.
Escitalopram 10 mg., una al día, y Trankimazin, 0.25 mg., “ambas cuando te haga falta”. Hasta ahora eran unas patillas amarillas, ansiolíticos, copas de vino, que tomaba sin control y con las que se quedaba adormilada. Uno de los efectos de los antidepresivos es la bajada de la lívido. No le importa. Ha decidido ir al psiquiatra y sabe que es un paso increíble pero tiene miedo, nuevos miedos. Una nueva ansiedad. “Los miedos salen de su cabeza atados unos a otros como los pañuelos de la boca de un mago en una larga tira del color de las pastillas”. Con todo, parece que está mejor. Desde hace tiempo, por una vez, parece que no se hunde, que flota.
La chica de las que os hablo vive con un fantasma. El fantasma de Alejandra Pizarnik. Alejandra Pizarnik fue una de las mayores poetas y pensadoras del siglo XX. Alejandra tampoco tuvo una vida fácil. Siempre creyó que nadie quería sus poemas. Falleció con 36 años. Causa de la muerte: suicidio mediante sobredosis. Hoy “sus poemas son tatuajes, canciones, asignaturas de escuela”, como dice Luna Miguel. En uno de sus últimos escritos Alejandra Pizarnik dejó esta frase: “No quiero ir nada más que hasta el fondo”. La chica empieza a entender que quizá en ese fondo acuoso también puede hacer pie.
La chica es una larva, una crisálida, un suave insecto con alas. Va mejorando. Han pasado varios meses y ya no depende de nadie para salir. La psiquiatra está contenta con su progreso. Leer a Alejandra le está ayudando a entender la muerte, la soledad, el trabajo. Entender es también tener menos miedo. Un día, hace poco, la chica descubre que las motitas de sus alas se pueden alargar hasta formar rayas. Ha tenido avances y retrocesos, miedo y luces. Un atisbo de vida, por fin. Vivir no es solo sobrevivir. Sabe que la oscuridad acecha, pero ya no tiene miedo.
La chica de esta historia es Ana Müshell “pero en forma de polilla”, me dice. Ana Müshell ha escrito un delicioso e ilustrado diario personal e íntimo de una mujer millennial preocupada por la salud mental. Le digo, “no es un libro, es una joya”, y ella sonríe. Ana es frágil, tímida y sonríe como una niña. Ana escribe sobre ella y sobre Alejandra Pizarnik, a la que hay que leer y reivindicar, pero en verdad escribe sobre abismos y oscuridad, sobre jarrones de flores y larvas que pueden ser insectos. Ana escribe sobre la salud mental. Este tema me interesa. Hablo también con Patricia Santos, la mejor profe de España, y me dice que uno de cada siete jóvenes tiene o ha tenido problemas de salud mental. Ana Müshell, viene a Málaga, nos vemos en la tele, me sorprendo y me alegro. Me siento afortunado al estar con la mujer que ha escrito la historia que me ha acompañado durante los últimos días.
Ana tiene 32 años es jerezana, estudió en Sevilla y vive en Granada. Ana me dice que “todos estamos rotos por dentro” y que “el miedo también tiene miedo”. Hablamos y vuelvo a saber lo importante que es hablar de la salud mental, tirar este muro, mirar al otro lado, que es dentro de uno mismo, enfrentarse a los monstruos, hablar con los fantasmas. “Utilizar la literatura”, me cuenta. Ana tuvo depresión y ansiedad, y fue a terapia, “psiquiátrica incluso, que da más miedo”, y me cuenta como ese miedo se puede transformar y entenderse para transformarte y entenderte. Ana habla de fármacos y vínculos afectivos, de jarrones, de tabaco, de miradas y polillas.
La chica de la historia, que es Ana Müshell y que somos todos nosotros, termina de hablar conmigo y yo termino su libro, este bello y sombrío relato de ella y de Alejandra Pizarnik -a la que tendré que dedicar otra columna, no hay espacio para todo-. También termino yo esta columna que me ha quedado larga y beat, como un remake o un collage. La chica, que es Ana, se despide y acaba, o acabamos, bebiendo una copa de vino en un restaurante bonito, fumando, escuchando jazz, con media sonrisa frágil. La chica sigue adelante, siempre adelante, y prepara café, prepara los días y prepara crisálidas para cuando vuelva el miedo porque “el miedo volverá y no pasa nada”, termina.