Más de ocho años escribiendo esta columna, Control C + Control V, primero en formato blog, luego en columna digital, ya en papel, siempre con hambre, y nunca había escrito nada sobre Roger Federer. Imperdonable. Este fin de semana, se retira Roger Federer y lo hace en su torneo, la Laver Cup, en el O2, y rodeado de amigos y rivales -que el tenis demuestra que no tiene por qué ser una contradicción-, al lado de Nadal y Djokovic, juntos el llamado Big Three, y qué mejor momento, este finde, para enmendar mi falta y decir de manera solemne, algo así como, “aquí mi columna a un jugador que tanto hizo por la belleza, Federer”.
Porque escribir sobre Federer no es solo escribir sobre Federer, o sobre el tenis o sobre el mundo del deporte. Escribir sobre Federer es abrir el espacio de análisis hasta el infinito y hablar de sutilezas que van más allá de lo físico. Escribir sobre Federer no va de deporte, ya digo, ni de tenis, ni siquiera va de Federer. Escribir sobre Federer va sobre la belleza, o “La gran belleza”, a lo Sorrentino, las obras maestras, la perfección y lo sublime. Sobre esta deuda periodística que tenía y que saldo aquí. Porque Federer no solo ha jugado al tenis, que lo ha hecho mucho y muy bien, sino que lo ha hecho de forma bella haciéndonos disfrutar con sus formas exquisitas. O sea que hablo de algo que tiene que ver más con las bellas artes, lo plástico, lo lírico, lo estético, lo excelente en cada punto, cada partido, torneo.
En el deporte de élite, más en el masculino, la belleza siempre es algo secundario. Por ello, lo genial es pensar que Federer planteó el tenis no solo como un deporte sino como una obra de arte, y no solo por sus puntos memorables o sus elegantes movimientos, sino porque como en el mundo del arte nos elevó más arriba, a otra dimensión, extracorpórea, quizás soñada, el cielo. Federer planteó su tenis como un sueño imaginado y posible. Como lo hizo Rodin con El Pensador, Verdi con Nabucco o Morente con Omega. Federer fue capaz de hacer fácil, lo difícil, de hacer sencillo, aquello que es imposible, lo que es aceptable exclusivamente para los dioses, la magia o los sueños. Como escribió Toni Nadal, Federer “jugaba a otra cosa”.
Se termina la era de Federer, como termina una gran película, como termina La Gran Belleza, titoli di coda con música de Martynov, me dice el maestro Escañuela, y después es entonces cuando se hace un silencio abultado, respetuoso, inédito. Porque Federer dominaba todas las facetas del juego y lo hacía con el mínimo esfuerzo. Su juego limpio, ortodoxo, su derecha firme y elegante, el fino y uniforme revés, de escuela, su potente y eficaz saque, la templanza, esa manera de moverse por la pista, como volando, como bailando, como un Nureyev en las tablas del Ballet Ruso, la sincronía, la precisión, el reloj suizo que hasta estropeado marca bien la hora, al menos, dos veces al día, esa insaciable búsqueda de espacios entre las líneas blancas y el punto final y, después, la sonrisa humilde.
Se retira Federer y deja un silencio abultado y un vacío, un vacío que habrá que llenar con otro vacío. Porque al irse Federer se nos marcha parte de Nadal por contraposición. Aún recuerdo aquella final de Wimblendon 2008, casi cinco horas de partido, como ejemplo de lo que hablo, inmortalizada en la peli documental llamada “El partido del siglo”, que se puede ver aún en Movistar, sobre la rivalidad más recordada de la historia del tenis. Al retirarse Federer se retira también algo de Nadal, su antagonista: el bisturí contra el machete, la volatilidad contra la fuerza, la poesía frente a la marcialidad…, y nosotros, sí, nosotros que tuvimos la suerte de verlos a ambos en directo siendo jóvenes, más guapos y con futuro.
Porque al igual que vimos a Induráin como un robot preciso y hercúleo en la brutal crono de Périgueux-Bergerac, o ganar a la selección española de baloncesto y luego leer eso del “baloncesto es muy simple. 10 hombres van detrás de un balón durante 40 minutos y, al final, siempre gana España”, igual que vimos a Michael Jordan, a Usain Bolt, a Phelps, Diego, Serena o Nadia Comaneci, igual que lo hicimos con todos ellos, algún día contaremos que vimos a Federer y que lo vimos frente a su opuesto y amigo, Rafa Nadal, la belleza enfrentada de dos concepciones extraordinarias del mundo. Y eso ya, en sí mismo, es suficiente y vale por un gracias eterno y esta columna que ya está pagada y firmada por este periodista que soy yo y que tantas horas se ha pegado viendo tenis.
Federer se larga, sí, y deja un gran vacío, que son dos grandes vacíos, el suyo y el de Nadal, y un silencio abultado. Se larga, sí, pero dejando también un legado increíble, una huella imborrable, un recuerdo que contaremos a nuestros nietos, alabado en la historia no solo porque ganó sino por cómo ganó, por la forma en que jugó, juego de bisturí y salón, como una sinfonía, como un reloj suizo, como “agua en el agua”, como escribió Foster Wallace en referencia a su perfecta adaptación al juego, volando, bailando, como una obra de arte, por la excelencia y los puntos que lamen las líneas blancas, la belleza en fin, por la gran belleza.