Salta, Antonio, salta. Salta con fuerza, salta para coger aire, para tocar el techo, salta porque hoy te encuentras bien, estás contento y es finde; salta un poco más, Antonio, para tocar las nubes o más arriba, te sientes como un niño y te gusta sentirte así; salta para acariciar la luna, un poco más, tú puedes, un gran salto que te lleve “hasta el infinito y más allá”, como en la peli o como dice Eva, hasta las estrellas, salta tanto que tus manos puedan agarrar una de ellas, una estrella, y bajársela a tu chica, a Eva, y entonces verla sonreír como solo ella sabe hacerlo, y tú también sonríes, y hacéis de este domingo un día increíble. Salta más, Antonio…
Esta es la historia de un salto pero, sobre todo, es una historia de amor, de compañerismo, de superación, de una sonrisa, una historia real que es un ejemplo y que me contaron esta semana. Puede que recuerden los titulares: “Un hombre queda parapléjico mientras saltaba en una cama elástica con el hijo de su pareja”. Ocurrió en Málaga, en uno de esos parques de bolas para niños con camas elásticas. Una tarde cualquiera de una semana cualquiera en un sitio cualquiera. Las malas noticias siempre llegan así, de repente, en cualquier momento. Un domingo a las seis de la tarde, por ejemplo.
Antonio Robledo Díaz quedó parapléjico mientras saltaba en una cama elástica. Uno de esos titulares que al leerlo piensas: “qué putada”, “qué miedo”, “la vida son dos días”… Lo primero que me sorprende es la sonrisa generosa de Antonio, le pregunto qué tal y él me dice que bien, “que estamos bien gracias a Dios, y gracias a mi mujer”. Antonio se refiere a Eva que le acompaña. Eva es su pareja. Su sonrisa, una sonrisa llena, sincera, inmensa, contagiosa, que no se desdibuja en ningún momento de nuestra charla, una sonrisa agradecida. Le pregunto a Eva por esa sonrisa tan deslumbrante e insiste: “sí, es que estamos muy felices”.
Fue una tarde de domingo, “el 29 de noviembre, exactamente”, me dice Antonio. Decidieron ir al Altitude, con Álvaro el hijo de Eva, que tiene 10 años. Como van solos, sin más niños, Antonio decide entrar con el pequeño, “para que no se sintiera solo”. Juegan en las camas elásticas, en los cubos, en las tirolinas… Está siendo un domingo divertido. Antonio es deportista, juega al fútbol, salta bien y un monitor le propone una foto. “Salta más, un poco más”, para la foto, como si quisieras tocar el techo, o más alto, a las nubes, al espacio y coger una estrella y regalársela a Eva. Pero las cosas pasan, de repente, un domingo por la tarde. La vida es frágil como un cristal frágil y en el último salto, una lona, un resbalón y Antonio siente que las extremidades se le van para atrás y nota un ligero crac y queda tumbado en suelo.
Antonio no se puede mover, siente cierta asfixia, cree que es un pinzamiento y que se levantará pronto. Solo le duele un poco el brazo derecho y la cabeza. La boca le sabe a sangre. No puede hablar. La gente se acerca. Se nota una tensión extraña, brumosa. Antonio siente entonces el deseo de ser nube, o de ser estrella, recuerda la tarde que conoció a Eva, su sonrisa, le gustaría escaparse, desaparecer, huir… Una ambulancia, bomberos, policía, hora y media para sacarle de allí, el susto, el miedo, el tiempo que parece de barro mojado. Antonio tranquiliza a todos y en la ambulancia, por fin, desaparece. Durante días, no se acuerda de nada.
En el Carlos Haya se confirma que Antonio ha sufrido una fractura de la cuarta vértebra cervical de la columna y que en su desplazamiento ha dañado la médula. “Se quedó hecha mijilla, la vertebra”, me dice Eva. Luego, dos operaciones, una prótesis y una placa para sostenerle la columna. Luego, el Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo, “donde hablaban más fino y con eses”, para recibir el tratamiento más adecuado. Luego, la silla. Luego, un silencio reflexivo, un precipicio, la espera eterna, la rehabilitación, las dudas, la mirada al techo, a las nubes, las estrellas, Eva…
Pero esta historia es de amor y de superación, de muchos esfuerzos y sonrisas. Antonio y Eva siguen adelante, siempre adelante. Hablo con ellos y me cuentan que se casaron hace unos meses. Ella me dice que “es la historia de amor más bonita” y él vuelve a sonreír y vuelve a dar las gracias: “gracias a Dios pero, sobre todo, a mi pareja; gracias a ella puedo hacer una vida normal dentro de lo que cabe”. Solo piden tener un baño adaptado, una casa, “nosotros pagaríamos”, para “cuando llegue de la rehabilitación pueda ducharme antes de irme a dormir”, concluye Antonio.
Una historia de amor, de superación, de sonrisas inmensas que llenan, todo un ejemplo, la más bonita. Juntos, los dos, Antonio y Eva antes, juntos aquel domingo, en el salto y después, en el precipicio y en el silencio, en el Carlos Haya y en Toledo “donde hablan fino”, juntos “hasta el infinito y más allá”, me dice ella que añade “todo empezó muy feo pero ha acabado muy bonito”, hasta las estrellas, hasta esa estrella que nunca pudo coger Antonio o quizás sí, que cogió para siempre y que sabe que no debe soltar, mientras sonríe, Antonio, una vez más. Una estrella que se llama Eva.