Domingo. Rafa Nadal vuelve a ganar Roland Garros. España vuelve a detenerse y a mirar la tele. Recuerdo a Indurain, a Crivillé, a Alonso... Solo nos queda Rafa los domingos por la tarde. Todo el mundo ha escrito y hablado sobre este tipo tan genial. Me faltan las palabras. Siento cierta asfixia creativa. Épico, inspirador, increíble, ejemplar, crack, 10, la perfecta definición de lo extraordinario… Cuando me faltan las palabras siempre acudo a los números. Rafael Nadal Parera: 14 Roland Garros, 22 Grand Slam, 36 años, dos décadas en la cima y ganó su último torneo con un solo pie.
Lunes. Termina el Jubileo de la Reina Isabel II de Inglaterra. Me gusta la palabra Jubileo: júbilo, alegría, gozo, alabanza, jarana, francachela, cachondeo pero con orden. Algo que debería aprender la monarquía española de la británica es esa capacidad de hacer de la propia monarquía algo lejano, litúrgico, ritual, nada trivial. La monarquía es un misterio revestido de un esplendor, de ese halo de habitual ceremonial. La monarquía es la última fantasía de occidente. Como en un círculo plano, cuanto más lejos está la Reina Isabel más cerca se encuentra. Apunte Don Felipe; no le digo nada, Juan Carlos: los ritos, lejos de alejar, acercan.
Martes. Quinto día de la campaña. Debate Electoral en RTVE. Cada candidato cumple con su papel esperado. Bostezo. Imagino que suena el canon de Johann Pachelbel en bucle. Me lo sé de memoria. Es un debate lánguido, triste, gris como el plató gris de la tele pública. Echo de menos a la “Niña de Rajoy” o el “Buenas noches y buena suerte” de ZP. Me falta tele, espectáculo, show digamos, o política, un titular, algo… Sostengo que en un debate a seis es imposible el show, la tele, incluso la política. En un debate a seis es imposible el debate.
Miércoles por la mañana. Juan Cruz viene al Llegó la Hora y siento que, de alguna manera, toco el cielo de mi profesión. Soy consciente de la suerte que tengo. Juan Cruz al que he leído, al que he escuchado. Hablamos de su infancia, de la Plaza del Charco donde aprendió a leer y vivían las dos Españas. Me cuenta como conoció a la veleña universal, María Zambrano. Conversamos y es una deliciosa conversación. Estoy flipando: “tengo a Juan Cruz aquí”, me digo y me dan ganas de llorar de la emoción. Al irse, leo la dedicatoria que nos ha regalado en su libro dedicada a Nadia y a mí, y dice: “ahora ya sé porque sonríe Roberto”. Yo también sé porque sonrío, y sonrío.
Miércoles por la tarde. Vamos al décimo aniversario de José Carlos García con el gran Martín Berasategui, que es garrote, prensa y bondad. Hablo con ellos. Maestro y alumno. En verdad, dos alumnos. Me cuentan con ilusión infantil sus comienzos, me hablan de esfuerzo, de sueños, de trabajo, de familia… Me hablan desde la humildad y es una lección. Mientras Málaga es una secadora americana por el terral y se prende Sierra Bermeja, vemos a amigos -Salva, Esther, Pilar con la que estudié en la uni, qué ilusión de reencuentro, Ángel, César…-, y comemos y bebemos cuando cae la tarde como un pañuelo de seda sobre La Alcazaba. Pienso que este párrafo da para una columna o, al menos, para una canción a lo Rosalía. Me lo apunto en las notas del móvil y pienso que en este lugar sumamos un total de 13 Estrellas Michelín, con Nadia 14.
Jueves. Málaga se quema, otra vez, nueve meses después. Otra vez, Sierra Bermeja. A esta hora, cuando escribo estas líneas, van demasiadas hectáreas arrasadas, cientos de vecinos desalojados, miles de efectivos movilizados. Qué desastre. Recuerdo a Focílides, el poeta, cuando dijo aquello de que “el pueblo, el fuego y el agua no pueden ser domados nunca”.
Viernes. Termino en el agua. Amanece rosa. Sopla leve levante. Salgo con La Quilla. El mar está como un plato, mejor como un espejo, un espejo en el que me reflejo. Navego tranquilo. Me adentro un kilómetro o así. De pronto, un ruido, un movimiento, una onda… De pronto, una aleta. Son delfines, creo. Me quedo helado, expectante. Pienso en las horcas que atacan a barcos en el Estrecho. Pienso en el fuego, en los amigos, en Nadal y en Juan Cruz cuando me dijo, como un rapsoda loco: “el mar, el lugar por el que no solo pasan los barcos sino las almas”. Otro movimiento, otro ruido, una aleta trasera a pocos metros, gigante, bella, de charol brillante y muy suave. Hay más ruidos, más aletas, se acercan, juegan. Sí, son delfines. Siento el frío de la sorpresa y un calor de patio de colegio. Me miran, los miro alucinado. Delfines: soy un tipo con suerte y vuelvo a sonreír, recuerdo la dedicatoria. Ellos, los delfines aún no lo saben, lo sabrán quizás en unos segundos, pero acaban de llegar al paraíso.