El luto, la BH y el Diazepam

29 Abr
El Teide, años 90.

Veraneábamos en un pueblecito de la costa. Aprendía a montar en bici. Una BH naranja. Debía de tener, no sé, tres o cuatro años. Mi padre me agarraba el sillín y empezaba a andar conmigo, acompañándome, mientras daba mis primeras pedaladas. Lo hicimos una y otra vez y otra vez y otra. Él me sostenía y yo daba unas pedaladas y luego pie a tierra. Me caí varias veces. Me levanté varias veces. En una de esas, noté que volaba, que pedaleaba solo y, al darme la vuelta, pude ver como mi padre había soltado el sillín y se alejaba y yo comenzaba a montar solo, a crecer solo, a volar solo, a volar… De alguna manera, a separarme de él, a separarme de todo.

Debo decir, alguna vez lo he hecho, que estas columnas son un ejercicio de puro egoísmo. Espero que me perdonen. Escribo siempre con el lector enfrente, es verdad, pero escribo para mí. Escribo para mí desde un yoísmo expansivo, que diría Gloria Fuertes, y con el objeto de quitarme las presiones y los dolores. Diazepam semanal, digamos. Cuando algo me acecha me siento a escribir. Así ordeno mis ideas, convierto mis experiencias en algo perdurable, medito y reflexiono, y, a la vez, provoco que esa experiencia sirva de agarradero liberador que evite la caída al precipicio de la adversidad. Si además de todo ello, estas columnas de periodismo pop os sirven a vosotros, queridos lectores, mucho mejor. Miel sobre hojuelas.

Estos días, estamos viendo en casa After Life, de Ricky Gervais, en Netflix. Una emotiva comedia negra, llena de tierna ironía y humor sangrante, que va sobre la complejidad del luto y sus terribles y divertidas consecuencias. Veo a Ricky Gervais, que es un humorista humanista, y pienso que se habla poco del luto y hay que hablar más de él. Tendemos a ocultar la muerte, a esconderla, y construimos tanatorios en la periferia, allá fuera, en los polígonos, y nos apartamos, o nos escondemos cuando queremos llorar la perdida de alguien querido. Esta columna, como la serie de Gervais, quiere hablar un poco sobre el luto porque hablar siempre es bueno y recordar a los que se han ido es un bálsamo y, de alguna manera, los mantiene vivos.

Uno de los mejores consejos que recibí cuando falleció mi padre fue el de una buena amiga: “si necesitas llorar, si te duele, si quieres llorar…, llora”. Llorar el dolor. Deberíamos sacar del armario todo lo que tiene que ver con la muerte. Deberíamos hablar de ello con más naturalidad, sin tanto temblor, ni tanto vértigo, ni esa puta electricidad que nos paraliza. Duelo viene de dolor y luto deviene de llanto. La perdida de un ser querido es un proceso de dolor y llanto. Asumir, como primera experiencia, que el dolor y el llanto son parte del proceso siempre es un SÍ, es casa y es justo y necesario. Hablar de ello es importante. Entender que el dolor y el llanto es fundamental en este trance es una llave maestra.

Cuando falleció mi padre -ya veis que sigo hablando de mí-, lloré poco, muy poco. Pensaba que me rompería en dos y que provocaría un estruendo extraordinario y silencioso. Sin embargo, no me rompí y apenas lloré. No sé por qué. Preferí el silencio y los paseos. Me iba al campo o a la playa, y caminaba durante horas. A veces, solo, escuchando música o en silencio, y a veces acompañado de Nadia y Roma, siempre tan cerca, recordando a papá, hablando de cualquier cosa, o intentando que las horas me sobrevolaran. Fue un duelo en el que aprendí mucho y que viví con una intensidad emocionante. Un luto que, de alguna manera, nunca ha terminado y que no deja de enseñarme.

Aprendí entonces que por más que andase, porque más que intentase huir, ese duelo estaría siempre conmigo. Aprendí a vivir con ese nuevo dolor, con ese hueco, esa ausencia. Entendí que no había que superar nada, que no había que escapar de nada, que ese dolor era mío, privativo, individual, un dolor que me unía con mi padre y del que no quería prescindir. Un dolor cálido, voluntario, digamos necesario. Entendí que ese dolor era mío, nuestro, y que me gustaba sentirlo, y que me gusta sentirlo ahora porque así estamos un poco más cerca, como antes de volar con la bici, y yo me siento más completo.

Completo, alegre, satisfecho, como con aquella BH naranja, o como cuando subimos al Teide y me sentí el tipo más alto del mundo en el lugar más alto de España. 3.715 metros sobre el nivel del mar y casi ocho kilómetros sobre el lecho oceánico. Debía ser el año noventa y poco. Tras subir a pie el último tramo, llegamos a arriba y nos sentamos a descansar en las piedras y miramos la inmensidad sobre un día claro, al fondo el resto de islas y el mar eterno y tú, papá, dijiste algo así como, “los pies en el suelo, y las ideas siempre altas”, y yo sonreí receloso porque nunca sabía de dónde salían esas frases tan increíbles.

El luto, el dolor, el llanto, los recuerdos, un bálsamo, Ricky Gervais y su After Life, las columnas egoístas de un yoísmo expansivo, no esperar nada, no superar nada, pensar en este sentimiento mío, nuestro, en volver a subir a lo más alto, dejar de ocultar la muerte en polígonos a las afueras, seguir escribiendo estas columnas pop que son Diazepam, aquella BH naranja, aquel verano, estas palabras y empezar a montar solo, a crecer solo, a volar solo, a volar… De alguna manera, a separarme de todo.

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