Una escena, un deseo, una propuesta, un travelling… La cámara sobrevuela una mansión en Ibiza y luego entra por un gran pasillo hasta una piscina. Al fondo, un azul Mar Mediterráneo. Años 80. Hay mujeres aparentemente atractivas y hombres aparentemente ricos. Julio Iglesias, que ejerce de anfitrión, celebra la fiesta de cumpleaños de Freddie Mercury. Cumple 41. Por allí pasan George Michael y Grace Jones. Durante días, beben hasta 350 botellas de Moët Chandom y llegan a romper, según la factura, unos 250 vasos. En un momento, Freddie se acerca a Julio, le abraza, le besa y le susurra al oído: “ya lo has conseguido, torero”. Julio, que a estas alturas se las sabe todas, calla y finge una sonrisa canallita mientras mira a cámara. Fin de la primera escena.
Quiero expresar un deseo que es una propuesta: quiero que Julio Iglesias tenga su propia serie en Netflix. Ya tenemos la primera escena, sobre este párrafo. A estas alturas, es evidente que Julio tiene carrera, vida y leyenda para una serie o, al menos, para una peli biográfica pero de las buenas tipo Amaeus o, mejor, Toro Salvaje. Julio lo tiene todo: fútbol, accidente, festivales, la Preysler, la pasada americana, un divorcio, más éxito, más mujeres, mucha fama, mucho dinero, un bronceado radical, un retiro de oro y, para los más jóvenes, “es el rey de los memes”. ¿No es genial? Nada puede salir mal. Insisto: creo absolutamente que Julio Iglesias debería tener una serie en Netflix o, al menos, en HBO. Nada de Atresmedia y así.
A falta de la serie que llegará estoy seguro, tenemos libro. Hans Laguna, que es músico, filósofo y compinche de Nacho Vegas, ha publicado “Hey! Julio Iglesias y la conquista de América”, un ensayo riguroso y documentado, con un amplio material gráfico que repasa el medio siglo de una fértil carrera y analiza la estrategia del artista para triunfar en Estados Unidos. La obra también se centra en las incontestables consecuencias personales de ese despegue planetario. En fin, la construcción del personaje, del mito, de la imagen pública frente a eso que llamamos el show business. Como dijo J.Balvin, “la gente ve la gloria pero no sabe la historia”.
A mí, Julio Iglesias siempre me ha parecido un genio y, añado, sin gustarme del todo. Muchos pensarán que JL es un icono decadente de la prensa rosa, un galán machista representante de la españolidad más rancia pero hay que reconocerle al César lo que es de Julio: entre truhan y señor, la reverb alta, la cinta de cassette y el meneo kitsch, la espuma y el hierro, Miami y Murcia, la nada y el todo, y esa capacidad de “con muy poco” llegar muy lejos. Me sigo flipando con “La Carretera”, “Abrázame” o “Me olvidé de vivir” (en casa sí que flipan con mis gustos musicales, lo sé) pero, sobre todo, debo reconocer ese brutal magnetismo de un personaje que durante muchos años fue una referencia mundial. Julio ha sido increíble en todo su relato y, por supuesto, en sus declaraciones. «Tuve que elegir entre el psiquiatra y las Bahamas», le dijo en 1985 a la revista Hola. Brutal, apunto: cita para la serie. Podría cerrar uno de los capítulos.
A sus 78 años -atención lectores millennials ahora que Julio es citado por Rosalía y Rigoberta., nuestro prota de la columna ha vendido más de 360 millones de discos, 80 álbumes y conseguido 2.600 discos de oro y platino, lo que le han convertido en el cantante español más internacional de todos los tiempos. Tras más de 50 años sobre los escenarios, con cifras de vértigo, JL se ha ganado a pulso ser uno de los artistas más célebres en la historia de la música latina y española y el prota de esa serie que, insisto, debe hacer una de las grandes plataformas. En fin, Julio es mucho Julio y en España nos llevamos mal con los éxitos ajenos, lo de la envidia, el cainismo, qué sé yo. Como dice Laguna: «Julio es el puto amo».
Pero una de las cosas que más me interesan del libro de Laguna es la fabricación del éxito americano. Al final, del éxito a secas. Julio entendió rápidamente que más allá de ser un cantante, era un personaje o una marca, una especie de copyright que debía generar contenido del bueno. Todo lo tenía en contra y todo lo superó: se reían de su precario inglés, sus canciones fueron calificadas como «música para planchar» en referencia a las empleadas domésticas latinas que le escuchaban, llegó a ser definido como «el sex symbol de la menopausia» y, con humor, terminó haciendo un cameo en Las Chicas de Oro… El personaje sobrevoló ese espacio ambiguo, entre la leyenda y la parodia, para alcanzar el éxito universal.
Porque Julio era un yonqui de ese éxito que alcanzó como nadie y sufrió como casi todos los que lo alcanzan. Actuó en el Madison Square Garden, apareció en el Tonight Show de Johny Carson, grabó un dueto con Willy Nelson, otro con Diana Ross y, poco después de que Michael Jackson firmase con Pepsi, Julio cerró un acuerdo aún más lucrativo para ser imagen de Coca-Cola. “El Sinatra español”, le digo a unos amigos que vienen a casa a comer cuando sale el tema y les cuento mi loca idea de que Julio se merece una serie en Netflix o en HBO y luego les narro otra escena de la serie que me tiene desacatado.
La escena comienza con el sonido de un timbre. Otra mansión, ahora en Miami. Al otro lado de la puerta Michael Jackson. Julio le invita a pasar mientras bebe un Château Lafite del 61, un vino exquisito que descubrió en una cena en casa de la baronesa Philippine de Rothschild. Charlan un rato sobre el negocio y la música, de la Pepsi y la coca, hasta que Julio le enseña las quince habitaciones del casoplón para que Michael pase la noche. Tras un intenso tour, Julio es intenso en la intimidad de su hogar, Michael elige por fin cama. “Me quedo con el dormitorio de Chabeli”, dice con su voz aflautada y añade: “es que me encantan los peluches”. Entonces Julio le mira, mira a la cámara y, como en un meme, termina diciendo: “eres increíble Michael…, y lo sabes”.