Puche pinta como los ángeles y pinta ángeles con chándal y flechas, y enfermeras con capa, y una bruma de sueños y píxeles en un instante, y esa línea verde que divide el mar y el cielo cuando se pone el sol, y luego pinta la noche y un coche y un rojo derroche, y una chica sobre un altavoz, y la música que sale por la ventana de un edificio de ladrillo, ¿quizás sea Nueva York?, y mujeres lánguidas sobre camas lánguidas, y una Gracia y una Esperanza. Puche pinta ángeles y enfermeras con capa pero, en verdad, son los ángeles y las enfermeras con capa, y los coches, y los edificios también, los que le pintan a Puche. Nada es de nadie en la obra de Puche aunque sospecho que casi nadie lo sabe.
Lorca, en su estancia en Nueva York, pronunció en varias ocasiones una especie de conferencias-recitales en las que daba a conocer su obra, Poeta en Nueva York. Al parecer, en una ocasión se auto corrigió diciendo: »He dicho un poeta en Nueva York, y he debido decir, Nueva York en un poeta. Un poeta que soy yo. Federico García Lorca.». De la misma manera que Lorca se rectificó, colocando su obra delante y él como parte de un proceso, Puche no pinta una obra sino que la obra va siempre antes, le define, ajeno, sutil, frágil, ya digo: la obra le pinta a él.
Puche es generoso y sabe que la obra no le pertenece. Quizás en el momento del proceso creativo, durante un instante, pero nunca antes ni después. Sus cuadros tienen una especie de vida propia, de autoestima. Una obra, una vez terminada, vuela hacia los que la observan y admiran, para jugar en manos de las interpretaciones que la acabarán definiendo. Antes, apenas existe. Y durante el proceso creativo, Puche deja que el cuadro evolucione solo a través de técnicas mágicas de agua y azar. Ya digo que en Puche, la obra gana y el autor, él mismo, desaparece en las sombras de su taller.
Pasamos la tarde en el taller de Puche. Vemos sus obras en proceso, de fondo suena la London Orchestra y Bach. Todo está lleno de lápices de colores y una luz de invierno, hablamos durante horas y reímos. Conozco a Mar, su mujer, confidente y mano derecha. Me gustan en la intimidad. Una pareja que trabaja de forma conjunta, complementaria, que se entiende, habla y se ríe. Me suena mucho este tipo de relación. Hablamos del proceso creativo, de la industria del arte, de Instagram… Le comento sobre algunos de sus cuadros que me gustan, Madame, Health, Vega, y me enseña los originales. Es emocionante ser testigo del hechizo, enfrentarse al autor y a la obra que tanto admiro: emocionante y divertido.
Decir que Puche me gusta es decir muy poco. Su obra son trozos de vida congelados, espacios pausados en los que el espectador puede decidir qué hacer, “sigo adelante, me escondo, reflexiono”, como en una novela de Timun Mass, aquellas de “Elige tu propia aventura”. Cuadros que invitan a la narrativa y como le dice Antonio Banderas, “a montarte tu propia peli”. Su obra es entrar en una comprensión del hecho artístico que incorpora dimensiones nunca antes analizadas, un espacio abierto lleno de rendijas y salidas de emergencia, y también un juego apasionante.
Puche es de lo mejor que tenemos en Málaga. Un pintor total que trabajando en Huelin y es admirado en todo el mundo. Pinta, humilde y sonríe, un cartel de la Semana Santa o un mural para el Teatro del Soho de Antonio Banderas, un Banderas que le cuida y le exalta. Jugamos durante una tarde y Puche y Mar nos regalan uno de sus libros con una dedicatoria: “el arte no nos cura de nada pero todo lo mitiga. Un abrazo enorme, Roberto y Nadia”. Y nosotros le entregamos una orquídea blanca. Me pregunta que cómo la cuida y le digo que “ni idea, que lo busque en un tutorial de Youtube”. Volvemos a reír y luego recordamos la pandemia. Un silencio.
Durante lo más duro de la pandemia, cuando todos estábamos encerrados en casa y las calles vacías, Puche miraba por su ventana y se preguntaba qué pasaría más allá, quién cuidaría de la catedral o de los jardínes, quién se preocuparía de los sitios abandonados, cómo sería la vida en una ciudad sin personas, sin vida, “¿un decorado?”, se preguntaba. Puche, que es muy listo, supo entonces que la salida siempre es hacia adentro y, de aquella reflexión, surgió su serie llamada, “Colibrí. Puntos de sutura”.
Nos quedamos frente a una de sus obras de esta serie del colibrí y los puntos de sutura que son puntos suspensivos. “La noche nunca fue tan brillante”. Carbón graso y lápices de colores. Un coche de policía enterrado en nieve o niebla, o enterrado en un sueño, detrás un fondo desenfocado y onírico, y encima un cielo rojo marciano. A la izquierda, discretas unas pisadas sobre la nieve que no sabes si van o vienen, si se acercan o se alejan. Todo es inquietante. Le digo que me recuerda a Fargo, y él sonríe y me confirma lo que ya pensaba: “me gusta que la gente tire de sus recuerdos y experiencias, que haga lo que quiera con la obra… Eso es muy bonito”.
En Puche la interpretación siempre es la clave. Su trabajo te obliga a hacerte preguntas, a jugar. Entiende la obra como algo plural y democrático, como la suma de todas las miradas que suman, a su vez, miles de obras distintas. “Nadie tiene una misma verdad, no existe la verdad unitaria o absoluta”, me dice y yo pienso en los tiempos que nos tocan, de guerra y pandemias, y me pregunto si esa frase es una verdad. La obra está en el ojo del que mira por lo que, como en una norma no escrita, una obra son millones de obras tantas como espectadores la disfruten o detesten. Puche, en verdad, son miles de Puches.
Puche pinta inquietantes puntos de sutura, segmentos de una roca, una suite para la melancolía, o un cartel de la Semana Santa rompedor que tenía algo de Klimt y de oro olímpico; expone en Sidney, la próxima en Corea, se codea con grandes nombres y trabaja en Huelin. Puche y Mar nos abren su taller una tarde de invierno y disfruto como un niño y hablamos de arte y de nosotros, de esta vida loca que no para, todo con la excusa de esta columna, un libro, una orquídea, reímos y noto otro silencio y como la sombra del artista se aleja en un instante para solo quedar el ser humano sutil, ajeno, frágil, la obra, en definitiva.