Era una de sus frases favoritas y la decía como el que dispara en una galería de tiro. Se encendía un Marlboro, aunque la mayoría de las veces era un Fortuna por que estábamos tiesos, y decía: “ser que como Jim Morrison no te convierte en Jim Morrison pero no ser como Jim Morrison te convierte en casi nada”, y luego soltaba una bocanada de humo y sonreía con cierta melancolía mientras bajábamos la calle camino del parque.
En el otoño de 1991 nos hicimos mayores. Algunos opinan que fue en el verano, cuando creábamos mitos y quemábamos la noche de ruta, pero no, en verdad, fue en el otoño del 91. Ahora que han pasado los años, madre mía, 30 años, y escribo columnas los findes en el periódico, puedo aseguraros que fue aquel otoño templado, eterno y musical el que lo cambió todo.
Pusimos la misma cara que Copérnico, la primera vez, a través del telescopio. Estábamos en el salón. En casa, teníamos antena parabólica y veíamos todo el mundo a través de canales internacionales de televisión. Estábamos a punto de merendar. Mi hermano y yo merendábamos y veíamos la tele. No sé porque siempre recuerdo detalles intrascendentes y olvido otros que parecen definitivos. Merendábamos y, de pronto, en el MTV Europe comenzó a sonar el rif de Smells Like Teen Spirit, de Nirvana, y todo cambió.
En aquel otoño del 91, Guns n´Roses, Pearl Jam, Red Hot Chili Peppers, Soundgarden y Nirvana sacaban discos fundamentales en cuestión de semanas. Durante un rato, pensamos que la vida podía ser un poema de Gil de Biedma, algo bello y perenne, algo que merecía la pena. Si el mundo iba a ser así, con esa banda sonora, ese sonido desgarrado, que gritaba “sácame de aquí”, aquella decadencia perfectamente medida, si toda la música era como esa música, iba a “ser un mundo de puta madre”, me dijo otro día mientras fumaba y andaba. Fumaba, andaba y decía cosas geniales, y yo las recuerdo ahora que han pasado los años.
Ese año capicúa y especial, fue el año del Out of Time de R.E.M., uno de mis discos favoritos, del estreno de los Massive Attack, el de la rebeldía de Alanis y Smashing, el del disco negro de Metallica y la fragilidad de Blur, otro año de lirismo sublime de U2 y, en España, teníamos a los Héroes del Silencio que era la banda de los chicos del barrio. Recuerdo comprar en el Simago, el vinilo Senderos de Traición, y escucharlo un millón de veces hasta desgastarlo.
Otra tarde, otra merienda, pillamos en el vídeo-club, The Doors, y vimos a Val Kilmer haciendo de Jim Morrison frente a Oliver Stone. “Yo soy el Rey Lagarto, yo parto y reparto”, y aquella escena en una carretera de Nuevo México cuando vio morir a un grupo de indios Navajos. Ya, ya sé que no fue una obra maestra de la historia del cine pero qué importa. Cuando eres un adolescente necesitas otras cosas -patadas, puñetazos, disparos, referentes, aire, carreras, mitos…- porque presientes que más adelante llegará el gourmet y porque no pasa nada.
También empezamos a esbozar lo que podría ser la vida, el dolor, las sombras… Freddie Mercury hizo publico que tenía SIDA. Innuendo, disco de The Queen, que también se publicó en aquel 91, qué barbaridad de año musical, fue el primer vinilo que me compré con mi dinero. Me volvía loco aquel disco. Un día después Freddie Mercury falleció y yo me encerré en mi cuarto a escuchar, en bucle, una y otra vez, aquellas canciones: Innuendo, I’m Going Slightly Mad ,The Show Must Go On y, en verdad, aprendí que el espectáculo siempre debe seguir y que nadie es del todo imprescindible.
Leíamos a Bukowsky, García Márquez, Loriga, Palahniuk y el Ajoblanco, vestíamos camisas de cuadros de franela y nos rompíamos los vaqueros en agujeros que nunca conseguíamos rellenar. Escribíamos versos malditos que ya no existen y existíamos malditos que ya no versan. Nos cambiaron los viejos mapas, llegaron las nuevas guerras y nacía internet.
También nos reímos mucho y festejamos, claro que sí, lo hicimos. Celebramos el primer Tour de Francia de Indurain y besé a Raquel Jerez, por primera y última vez. “Recuerda”, me dijo que “cualquier idiota puede herir a una mujer, pero sólo un hombre grande se la lleva para siempre”, y seguía andando y fumando, y yo nunca conseguía cogerle porque él era muy rápido y yo, apenas, un niño.
Nos marcamos la primero ruta, que no fue del Bacalao pero parecida, y estuvimos en la cara oculta de la luna mientras sonaba Chimo Bayo y Megabeat en noches eternas en las que fabricamos mitos. Cuando nos pegaba el bajón, alguien tiraba del cassete de Beck, “I´m a loser” y volvíamos a casa. En aquel otoño del 91, nos hicimos mayores, devorábamos la vida e intentábamos vivir como Jim Morrison, “yo parto y reparto”, porque, como me dijo camino al parque aquel día, con cierta melancolía, “ser como Jim Morrison no te convierte en Jim Morrison pero no serlo te convierte en casi nada”.