Se sentó en un banco del parque que está al lado del hospital. Vio a los niños jugando. A un abuelo pasar, lento, decidido y orgulloso. Pensó en no desanimarse, en llamar a casa o mejor: “ir a casa, sentarlos a todos y hablarlo”, se dijo en un susurro sin escucharse. Cogió aire. Tuvo ganas de llorar pero no tuvo fuerzas. Pensó en la fe, en la fe que tenía de pequeña, cuando era niña, en el cole, y sospechó que con aquella fe sería capaz de matar a todos los miedos del mundo.
Rebuscó en el bolso. Cogió el teléfono móvil y no le salió llamar a nadie ni mandar siquiera un solo mensaje. Se levantó y empezó a andar calle abajo. A la altura del abuelo, que acababa de pasar lento, decidido y orgulloso, consideró que la actitud era importante. Entendió que podía parecer un detalle pequeño, uno de esos insignificantes, y supo entonces que los detalles pequeños marcan la diferencia. Ese abuelo tenía actitud, ella también. Esa debería ser la diferencia.
Sonó el teléfono móvil. Un mensaje de Whatsapp. Quiso no abrirlo, dudó, pero la inercia le obligó. Mensaje de Toni, 13.52: “Rosa, tienes dos maneras de ver las cosas: una, pensar que en la vida no hay milagros; y otra, pensar que la vida es un milagro. Te quiero mucho, todos los días. Te veo en un rato”. Cerró los ojos, pensó en ellos dos, más jóvenes, más delgados, cuando empezaron a salir, y entonces tuvo fuerzas para seguir andando calle abajo, otra vez, como tantas veces, hacia casa. Una fuerza inédita, quizá caduca, pero llena de rabia, necesaria… Una fuerza vital.
Al bajar del autobús, ya en el barrio, sintió la necesidad de girar su rostro hacia el sol. Un sol medicinal de octubre que calentaba amablemente, que le daba a su rostro luz y color. Un sol, «casa», volvió a susurrar sin oírse. Se encontró mejor y sintió como si todas las sombras se desvanecían tras ella. Una canción escapándose de una ventana, las madres recogiendo a los niños del cole, el aroma a comida aún en el fuego, un puchero, Juan, el panadero, tan amable y simpático como siempre, todos los vecinos, cada uno en sus quehaceres rutinarios, la vida que seguía como siempre inconsciente de su temblor sobre el filo de una navaja. Rosa sonrió levemente y cayó en la cuenta de que con una cierta dosis de esperanza, quizás también de inconsciencia, todo sería posible. No se trataba de una posición, se trataba de una disposición.
Justo al llegar al descansillo, frente a la puerta de casa, quiso parar el tiempo. Escuchó las voces de Hugo y Mara, sus hijos, al otro lado; a Tony, su marido, llamarles, que se lavaran las manos; el ladrido de Copito, su perro. Algo dentro de ella hizo “crac”. Pensó en lo agotador que sería todo en el próximo año, la fuerza que iba a necesitar para superar su cáncer, en el desánimo, en el largo y costoso tratamiento, en el agotamiento, en la incertidumbre, el dolor… Metió la llave en la cerradura, inspiró, una, dos veces, y se dijo: “no voy a esperar a tenerlo todo para disfrutar de la vida; teniendo la vida lo puedo disfrutar todo”. Abrió la puerta y gritó, como siempre, feliz, sonriente: “ya estoy en casa”.