La gente no es nadie porque la gente somos todos. Cuando decimos: “la gente es increíble”, o cuando sueltas “la gente es que es la hostia”, nos referimos a un conjunto indeterminado de personas. Siempre son ellos, los otros, España, los catalanes, los de derechas, los de los bares, los de las fiestas…, nos cuesta ser parte de la gente. Al final, la gente se convierte en lo que no es tu entorno. Sospecho que la gente, en verdad, no existe; o que casi todos somos gente, sin saberlo, y algunos, incluso, gentuza.
La pandemia se nos está haciendo bola. Ya son demasiados meses soportando ese pitido insoportable con el que nos movemos desacompasados, sin pillarle el punto, en este macabro baile de máscaras. Demasiados muertos, pobreza, estrés, ausencia de derechos, demasiados meses esperando que pase algo, que cese el ruido…, y el cansancio se nota. Le llaman “fatiga pandémica” pero podría llamarse el límite, otro examen o un Knock-Out definitivo. Y estamos ante una nueva ola, la cuarta; no digo nada.
Todos, o sea la gente, hemos sufrido en algún momento de esta pandemia cansancio, desgana e incertidumbre. La pandemia es como una maratón en la que no sabemos cuándo llegaremos a la meta ni cómo debemos dosificar nuestras energías. Una maratón inédita y penosa de la que desconocemos sus ratos, sus retos y sus metas. La pájara siempre puede asomar y la gente empieza a estar “muuu jartita”…, y cuidado con la gente.
Estamos entrando en un terreno peligroso. Si a la fatiga acumulada le sumamos leyes contradictorias, que cambian, que no se entienden, que generan incertidumbre o molestia, el resultado puede ser fatal. Nos obligan a llevar mascarilla en la playa y luego que no; puedes viajar a Berlín pero no a Granada a ver a tu madre; la de Astrazeneca sí, o no, o no sabe ni contesta, o vuelva usted mañana; la policía da una patada en la puerta y entra en tu casa por una fiesta, supuestamente, ilegal como si se tratase de la casa de unos narcos.
Todo es muy raro y cada vez hay más ruido y confusión. Me quedo con este ejemplo. Una amiga me cuenta que acudió a una fiesta clandestina. Una fiesta blanca en la oscuridad de la noche. Lejos del toque de queda, cerca de la piel. Mucho ruido en el silencio de una casa a las afueras. Me lo cuenta con la excitación del que ha ganado una Champions o pisado Marte. Denoto que hay algo exclusivo, de orgullo exótico, todo muy cool e intrascendente.
Sospecho que cuándo vemos esas imágenes de la policía pateando una puerta y entrando en una fiesta ilegal, el resultado es incompleto y contradictorio: digamos que es una ecuación cuyo resultado es incierto y, en verdad, al ver las imágenes a muchos les deben entran unas ganas tremendas de estar allí, de correrse la party clandestina, todo muy cool, exclusivo y divertido, de estar en la pomada y poder contar la batallita en el próximo terraceo. Otra vez, la gente que solo quiere resucitar y algo de libertad, un meneo, piel y mandanga. Lo dicho, que se nos hace bola.
Ya es demasiado tiempo, demasiado ruido y demasiadas medidas invasivas con impactos sin precedentes en la vida cotidiana de todos, incluidos los que no nos hemos visto directamente afectados por el virus, y algo habrá que hacer. Uno de los problemas es la incertidumbre, sí, pero también las normas que están cambiando constantemente. La gente está cansada y harta, y comienza a cuestionarlo todo, incluso, lo obvio. Debemos tener claro que cada medida que se toma pretende salvar vidas a pesar de sus agujeros, errores y paradojas. Las medidas buscan evitar más muertos y más ruina aunque no sean las mejores ni nos gusten.
También sería bueno pedir a nuestros gobernantes que fueran más claros y pedagógicos con esas normas, que piensen y entiendan a la gente permitiendo a las personas vivir sus vidas, reduciendo los riesgos, claro, y reconociendo y abordando las dificultades que se están experimentando. Ah, y ya que estamos que permitan a los ciudadanos participar como parte de la solución, o sea a la gente, porque todos somos gente, ellos también.
Acabo. Sólo hay que hacer un último esfuerzo hasta que llegue la vacunación masiva. Es cuestión de meses superar esta pegajosa “fatiga pandémica”, la crisis sanitaria y económica, y recuperar la bendita normalidad. La gente está cansada, quiere dormir y soñar. Levantarse y vivir con ilusión, vivir, no sobrevivir. La gente quiere volver a abrazarse y sentir. La gente, que no es nadie porque la gente somos todos, necesita respirar. Solo un poco, respirar.