Uno escribe lo que puede, lo que siente. Yo escribo sobre la radio, porque puedo, porque siento la radio, porque no hay incendio como la pasión y uno escribe sobre lo que le apasiona, sobre lo que le quema. La radio es consustancial a lo que soy. Creo que sería alguien distinto sin esta relación de fuego y alambre con la radio. Ni mejor, ni peor, distinto. La radio es parte de mí, como un apéndice, soy yo, tú, nosotros… Insisto: no hay incendio como la pasión.
Con ocho años tuve una meningitis, tipo C, que me dejó durante un largo tiempo en cama y me tuvo hospitalizado y aislado durante semanas. Nunca he contado este episodio. Uno siempre tiene pudor cuando cuenta algo por primera vez. Estos días, preparando esta columna sobre la radio, copia y pega, me volvió de repente este recuerdo que había olvidado. Disfrutar de los recuerdos es vivir dos veces. Os cuento.
En aquel aislamiento de meningitis, cuando todo era silencio, rigidez y fiebres, en aquella marea inédita que me punzaba la columna, vinieron mis hermanos a verme al hospital y me trajeron un pequeño transistor para que me acompañase, uno de aquellos transistores de pilas y antena, FM y AM, y una ruedecita que movía el mundo. Recuerdo que, en aquel instante, fui feliz.
La radio me conectó con el mundo exterior, me unió para siempre a aquellas voces que salían caprichosas de esa cajita negra con funda. La música, las voces, la palabra, el silencio, las interferencias al cambiar de emisora… Todo un regalo. Lo había olvidado y hoy, celebrando el Día Mundial de la Radio, los recuerdos vuelven, y queman. Otra vez, la radio. Otra vez, escribiendo sobre la radio. El incendio.
Tenía 14 años, una de las primeras veces, en la mítica Radio España, y el calor de la sobredosis aún me dura. Otro fuego, otro incendio. Entrar en aquel estudio, ver a aquel locutor de barbas que fumaba, podría ser Julio César Iglesias (aviso de que este es un recuerdo con niebla, con humo de tabaco). La luz roja se encendió y yo me lancé por los agujeros de aquel micrófono, las primeras palabras, el temblor de la conexión, pensar que alguien podría estar al otro lado, quizás en la cama de un hospital, como yo años antes, conectados.
Nos contó Iñaki Gabilondo, en una ocasión, que él tenía un truco para eso de la conexión. Todas las mañanas, justo un minuto antes de empezar “Hoy por Hoy”, en la Cadena SER, imaginaba a un oyente, sólo a un oyente: por ejemplo, a una señora en casa haciendo café, o a un taxista cogiendo a un pasajero en el aeropuerto, o quizás a un estibador saliendo de su turno de noche… “Imagina a un oyente y haz la radio para él, sólo para él”, dijo.
La radio es conexión sobre un alambre. Cuando hacemos radio solemos decir que cualquier cosa puede pasar y, por lo general, pasa. La radio es siempre un ejercicio en el alambre. Sino es un ejercicio en el alambre, sino es una aventura apasionada, como un desafío, un incendio, lava, no es. Si es rutina o dietario, entonces no es radio.
Recuerdo estar trabajando con Luis del Olmo y tener que contar a todo el mundo que dos aviones se habían estrellado contra las Torre Gemelas de NYC. Aquel pulso, aquel 11S en la radio, aquella tarde eterna de noticias como disparos y de palabras históricas. Aquel 11S, por ejemplo, fue alambre, magia, incendio. Luego, por supuesto, vinieron otros incendios. Cada día, uno distinto, posible, genial, vívido. Cualquier cosa puede pasar y, por lo general, pasa.
No sería yo sin la radio y hoy lo celebro, otro año más, con todos vosotros. Sin la radio sería solo una parte de mí, otra persona, distinta, desmembrada. Nos define lo que nos apasiona. Nos apasiona lo que nos quema. La radio me sigue quemando en este incendio de mañanas, de magia, alambre, conexión, de niebla, de humo y palabras. Hoy es el Día Mundial de la Radio, y mañana, y al otro, y al otro también…