Hace años, cuando todo esto empezaba, en el inicio del inicio de internet, algunos pensábamos que las redes sociales se convertirían en un ágora, una gran plaza pública pacífica donde compartir, donde democratizar la democracia y, en definitiva, mejorar. Pasado el tiempo, una buena parte de las redes son lodo, insulto, palabras lanzadas como piedras y fractura. Un salón francés del siglo XVII donde todos huelen mal, lo saben, pero intentan maquillarlo con colorete y polvos de talco.
Las redes sociales se han convertido en una zona franca, un espacio no espacio, como un aeropuerto o la habitación de un hotel con la puerta abierta, donde uno puede confundir los límites de lo público y lo privado, los pensamientos de los hechos, la fantasía con el acoso o el insulto. Tirar la piedra y esconder la mano, publicar antes que pensar, como me dijo un amigo: “lapidamos porque molamos”.
Pondré un ejemplo: un compañero publica una noticia en un medio de comunicación y le caen decenas de críticas e insultos. Entiende la masa enfurecida, con sus antorchas y su rabia, que se posiciona, que es tibio, palmero, vil traidor… Uno de los comentarios se caga en su “puta madre”. Así, sin más, desde la lejanía del anonimato o desde un perfil falso, sin preguntar, sin entender el daño que se puede causar. Mi amigo periodista, que prefiere no contestar en las redes, ni entrar en disputas, se encoge de hombros y me dice: “todo el mundo quiere ser famoso en la estepa de Zuckerberg”, y yo pienso que no está bien disparar al pianista.
En Madrid, durante ocho años viví cerca de la Plaza Mayor. Siempre sentí cierto temblor y frío al pasar por aquel adoquinado y pensar que en ese mismo sitio, hace siglos, las familias lo gozaban viendo cómo se ajusticiaba con garrote vil a los sentenciados a muerte. De 1642 a 1798 tuvieron lugar en la Plaza Mayor de Madrid 359 ejecuciones a garrote vil o en la horca. Siempre pienso en el ruido que debe hacer una garrote vil, crack, y me estremezco. El mismo temblor y frío, el mismo estremecimiento, que siento al ver cómo las redes se han convertido en el muro donde lapidar a los impíos, los contrarios, a los otros, siempre los otros, las piedras contras las piedra, el muro.
Intento averiguar porque hemos llegado hasta aquí, las causas, intentar explicar algo, no justificarlo, no, solo una explicación. Miro a las redes, investigo, levanto la vista y observo a una sociedad polarizada, cada vez más cerca de los extremos, una sociedad en medio de un accidente que se llama coronavirus, con la sensibilidad a flor de piel, con miedo, con pena y frustración, con rabia, emociones todas que tienen una gran capacidad catalizadora. Pienso que, de alguna manera, las piedras y los muros son parte de la terapia. Solo es una explicación, ya digo.
Era Borges el que sostenía que “los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres”. Vivimos en pequeños ecosistemas donde la gran mayoría es semejante a nosotros, sus opiniones se parecen a las nuestras, nos gusta la réplica buenrrollista y el halago: espejos y cópulas. Nos sentimos cómodos entre semejantes y, ante la adversidad de la opinión contraria, cogemos el rifle, nos revolvemos y atacamos, “me cago en tu puta madre”, bang, el disparo, o crack, que vuelve el garrote a la plaza pública.
Y una de las peores cosas es que nos acostumbramos. Empezamos a entender como normal el ladrido, el machetazo, el agravio, el escarnio, la mancha negra sobre la estepa nevada de Facebook, ese Torremolinos donde todos veraneamos, o Twitter, y su sabor a metal, Instagram, lleno de espejos deformantes. Así, un día y otro y el siguiente, y sin darnos cuenta, vivimos entre la basura con naturalidad, dando espacio al troll y a su ejército de aduladores.
Porque es la gente que no lee más allá, que no sale de su burbuja, ni de su zona de confort, aquellos que no desarrollan, ni quieren, qué va, el sentido crítico, digo que esa gente, esos aduladores son los que más alientan al que insulta y amenaza. Su falta de criterio es la que convierte en protagonista al Torrente de las redes que dentro de poco comenzará su siguiente sangría.
De esta manera, dibujamos un esquema: a un lado la vanidad del que tiene una opinión y tiene que opinar, el narcisismo de aquel que cree que debe ser leído, cuando no todas las opiniones tienen porque valer ni todas las lecturas deben ser leídas (quizás estas líneas tampoco merezcan la pena, advierto); y al otro lado, personas, gente normal, como tú y como yo, que sienten los golpes de las palabras, palabras como piedras, la aspereza del otro, ese talibanismo internaútico del que poco se habla, las piedras, el otro, la plaza, el garrote…
Las consecuencias de toda esa cascada de mensajes, la piñata y el palo, golpeando con saña, “lapidamos porque molamos”, siendo parte del nuevo gang bang, en ocasiones sin saberlo, las consecuencias, insisto, son brutales para el atacado pero también para toda la sociedad que lo tolera, lo asume, lo soporta… Ya vemos como normal el ciberbullying en los muros de Facebook, Twitter o Instagram, ese que denunciamos en las escuelas y en los instis, y no pasa nada, lo vemos normal, acostumbrados. Leemos todos los días comentarios que son acoso público o injuria, piedras contra muros, y…, nada. Seamos claros: ¿hasta qué punto somos parte responsable por acción u omisión de la extorsión y la cacería?
Y así pasan los días, lentos y poderosos, entre gente con miedo y gente que lapida, palabras-piedras, odio, (com)post compartidos, ciberanzuelos, knock out y promociones, ataques de sinceridad hiriente entre selfies, vacío, espejos, vanidad y fotos de perfil, siendo parte del próximo acoso y de la siguiente sentencia pública, crack.