Sueños de una noche de verano

7 Ago
Ella, la princesa tigresa.

Verano tigre. Verano de pandemia y vendimia, y de estarse quietecitos, verano de 2020, ladrón y por la sombra, digo “verano cítrico, raquítico, demoníaco”, y lo digo lento como recitando, verano raro con canas y ganas, un verano como un sueño, con muchos sueños, y una especie de toldo en la entrada y un cartel donde se puede leer: “EL FUTURO SE PARECE DEMASIADO AL PASADO”. Una amiga, con una careta de tigre, viene a cenar a casa y en medio de una conversación informal, suelta: “el miedo ha cambiado de sitio”, y yo abro otra botella de vino y pienso en esta columna.

Verano de espacios. El concepto de los espacios siempre me ha resultado fascinante. Espacios simbólicos y decepcionantes, zonas francas, mapas, laberintos, espejos, desiertos… Escribo en mi cuaderno: “en el desierto no hay nada, ni siquiera eco”, y luego recuerdo aquella lista con lugares increíbles donde el mundo puede dejar de doler, al menos, durante un rato: la playa, el mar, la ducha, la noche, nuestra cama, el sueño, tu abrazo.

Verano en el sótano. Esconderme en la realidad, eso es, durante algunos días, para que no me molesten las redes. Vuelvo a mi agujero desde donde solo quiero tocar el cielo, comer fruta y escribir algo. Vemos pelis y series con las niñas y, luego, las comentamos. Tengo cuatro libros a medias y ando descalzo por la casa. Si la tarde es larga, hago café y pongo las noticias. A veces, me despierto por la noche, salgo fuera, me acerco a la playa y escucho el silencio o la nada, el mar, la luna.

Verano en fotos. «Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías». Lo dijo Julio Cortázar. Te saco fotos, muchas fotos, y después las miro y remiro en la penumbra de la siesta. Amplio tus fotos y veo cada uno de tus lunares, el pelo suelto, la mirada como una flecha, veo la línea del horizonte que es otra flecha y que se pierde donde uno ya no sabe distinguir entre el cielo y el mar, sigo mirándote: tus labios, tu cuello, tu pecho, las pestañas negras y largas. Amplio tus fotos hasta llegar a una niebla de píxeles donde acaba todo y empieza tu ausencia.

Verano sin red. Escribo en mi cuaderno: “desconectarme del mundo”, y cuando termino de escribir “desconectarme del mundo” caigo en la cuenta de que con esta idea frugal, “desconectarme del mundo”, ya me estoy conectando, otra vez, al mundo. Es una paradoja. Otra.

Verano en los medios y en los tercios. Fin de temporada para los presentadores de la tele. Maletas y recetas, me consuelo, y en la radio la crónica real de una huida anunciada, y la pandemia, esa carrera en la que siempre llegamos los últimos, y las cuentas. Tiendo a recordar cuando los veranos eran aburridos. Veranos largos como puentes de hierro sobre la orquesta febril de las chicharras. Los periódicos se llenaban de cuentos y pasatiempos y suplementos, ¿os acordáis?, y sólo hablábamos de dejarnos llevar: la última ola de calor, el conflicto con Gibraltar, el fichaje estrella del Madrid…   Como dijo Charles Bowden: “el verano siempre es mejor de lo que podría ser”.

Verano de cenas. Hemos decidido dejar el síndrome de la cabaña y disfrutar del verano con responsabilidad, garantía y solidaridad. Invitamos a amigos de todo tipo a cenar, pocos amigos, coto vedado, detonación controlada. A veces, vienen personas con caretas de animales y, otras veces, vienen animales vestidos de personas. Es todo extraño y divertido, como en un sueño. Me gustan cuando se juntan los tigres, los monos y las tortugas. En esas reuniones siempre se aprecia que la vida es simple y presente de indicativo.

Verano literario. El último de Villalobos, aquel que me regaló Trujillo de Umbral, Paul Auster, uno de romanos, Mikel Santiago y Mallo… Leo a muchos columnistas y algo de poesía. Debo reconocer que, últimamente, me aburre la poesía. Sigo escribiendo en mi cuaderno ideas que me sobrevuelan. La mayoría son compost. Me propongo un reto poético, estético, inútil. Escribir relatos de dos palabras: te quiero, te odio, te recuerdo, no puedo, me ahogo, me matas, de dolor…

Verano de colapso. Entre las mejores series de estos días de descanso está Colapso. Colapso es una serie francesa y distópica que, opino, marcará historia. Pienso en el colapso en el que nos encontramos. Hemos hecho tope dejando de vender productos inútiles a personas sobreendeudadas. El coronavirus es la horma de nuestros zapatos. Se nos viene encima un otoño sin certidumbres y trilero.

Verano y despedida. Creo que fue Kafka el que dijo que “a partir de cierto punto, no hay retorno posible”, y añadió: “ese es el punto que hay que alcanzar”. Estamos ante un cruce de caminos, frente al espejo y la pandemia. Mientras sigo cenando con amigos que son animales, y animales que son amigos. Confensaré que estoy enamorado de la tigresa. Hay proyectos encima de la mesa para la próxima temporada y tengo que elegir. Ese instante en el que todo cambia para no cambiar nada. Me despido de los lectores unas semanas. Pan y tiempo. Volvemos después de la publicidad. Como cantaban los Smtihs: “hay una luz que nunca se apaga”.

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