Alguien decidió apagar el motor y notamos el aire en nuestra cara y la rodada en el asfalto y el miedo sucio del que ha perdido el control. En cuestión de horas, tuvimos que cambiar todos los planes y empezar de cero. Hacer televisión solo, junto al Equipo Chernóbil, frente a la pandemia más grande de nuestra historia, una pandemia como un tsunami gigante, y contarlo todo y hacerlo bien. Esta es la fragmentada historia de aquellos días extraños de Estado de Alarma, vértigo y calles vacías, el relato del Equipo Chernóbil y de mamá.
Este relato no va de heroicidad sino de asombro. Nos gustaría decir: “a la de tres salimos corriendo…”, y recogerlo todo y salir corriendo, pero nos damos cuenta de que nos hemos olvidado de como contar. Salgo de la tele, recorro el polígono deshabitado, no me cruzo con ningún coche hasta pasado el Palacio de Ferias y Congresos. Málaga hiberna, vacía, duerme y tiene sueños raros que se repiten. Málaga sueña que siempre está nublada y que le sobrevuelan pájaros extraños y exóticos. De pronto, en el sueño, parece que llueve pero, en verdad, solo son lágrimas desde los balcones…, y Málaga se encoje.
Nunca pensé que estaría casi tres meses haciendo un programa de televisión, solo en plató, muy solo, me podéis creer, acompañado del Equipo Chernóbil, eso sí, con los que he pasado miedo, pena, rabia, subidones y bajones como camiones, y nunca pensé que esta soledad inolvidable del corredor de maratón me fuera a enseñar tanto, y resultase una experiencia tan extrañamente gratificante y enriquecedora. Un día de abril al terminar el programa recibo una llamada de Madrid: “mamá, ha dado positivo en coronavirus”, y tengo la impresión, en ese instante, de caer a un gran vacío, a otro agujero negro, el miedo al miedo, otra vez, frente al espejo.
No escribo de lo que lo sé, escribo de lo que he aprendido. En el edificio de 101TV Málaga sólo entramos tres personas. Todos mis compañeros están en casa. Un edificio vacío, en una ciudad vacía. Arriba, en control de realización, León y Mario; en casa con una línea especial, Nadia en la producción. Yo solo, en plató. Entro en el edificio, subo y veo al equipo limpiándolo todo como si fuera un quirófano. Huele a desinfectante. Todo es tan extraño. Tomamos distancias. Algunas veces, entró en el edificio y voy directo a plató. Al acabar, salgo sin subir ni despedirme del resto: la distancia adecuada, dicen. En el directo, de pronto, caigo en la cuenta de que desde hace días, semanas, meses, le hablo a una cámara y a un monitor durante horas, ya digo solo, en esta nave, en este polígono, y siento esa soledad húmeda, pegajosa, y el frío subterráneo de la morgue del Palacio de Hielo y la nada.
Unos días antes de que todo estallase, doy una noticia de última hora: “Trece ancianos han fallecido en una residencia”. Doy la noticia como el que da un parte meteorológico, profesional, aséptico, manteniendo las distancias, y sigo con la tertulia, repartiendo opiniones como el que reparte raciones de comida. Al llegar a casa, viendo el informativo de las 21 horas, vuelvo a ver la misma noticia desde fuera, como un espectador más: “Trece ancianos han fallecido en una residencia”, y es entonces cuando me doy cuenta de la trascendencia, del tsunami gigante que se nos viene encima y de lo equivocado que suelo estar cuando estoy en el trapecio del directo, sin red, equivocado.
Al caer el día, antes de ver las noticias hacemos auditoría. Ella y yo. Tomamos algo y hablamos de libertad y amplitud, de que todo parece una frágil representación de sí mismo, de sueños raros que se repiten, de simulacros que se desvanecen, de la derrota de la certidumbre y la asombrosa vulnerabilidad del ser humano, de emociones subterráneas, de encuentros memorables y del trapecio sin red, equivocado. Hablamos mucho y luego salimos a aplaudir. Después del aplauso, llamo a mi madre y le digo: “qué guapa eres”, y ella contesta: “eres igual que tu madre”, y río como no lo he hecho desde hace días.
Recordarlo todo, olvidarlo todo. Hablo con María José Gálvez. María José es una enferma de Covid y ha sido una de las primeras altas de Málaga. Abrimos con ella. Es una gran noticia y hay que subir el ánimo de la tropa. Son demasiados días en el infierno. Uno, que tiene la gran suerte de contar historias, siente el temblor de lo que realmente importa. Es emocionante escucharla. El primer mensaje de María José es “gracias”: “gracias a todo el equipo sanitario”, dice. Semanas más tarde hablo con ella, me cuenta todo el proceso, un relato de monstruos y supervivientes, y escribo una columna inolvidable que titulo “Cemento helado y polvo de yeso”. Escribir en La Opinión de Málaga durante estos meses me sirve de catarsis y medicina.
Un invitado a través del vis a vis de Skype me cuenta que vive frente a un colegio, un colegio vacío, sin alumnado, un colegio sin niños es un colegio sin sentido, inútil, y me cuenta que todas las mañanas, a eso de las 12, sigue sonando la sirena, esa señal acústica con la que los alumnos salen a al patio, una sirena que suena absurda, a nada, como la sirena de una cárcel sin presos, sobre un patio vacío, en una ciudad vacía, una paradoja extraña, un sonido descontextualizado, y el invitado me cuenta que se pone triste y que entonces tiene ganas de llorar. Y cuando dice «ganas de llorar», suena algo parecido a otra sirena, al fondo de la llamada, como en un juego de muñecas rusas, una sirena azul de ambulancia o policía, creo, camino del Civil, supongo, y entonces yo también tengo ganas de llorar.
Días de plomo y barro, un cielo hueco, gris y sin aviones, y un presentador autómata que mira a cámara y pregunta. Recuerdo el poema de T.S. Elliot, T.S. Elliot era un gran poeta y se pintaba la cara de verde, cuando dijo aquello de que “abril es el más cruel de los meses”. Espero que pasen quince días, quince días pueden ser un desierto, que llegue el segundo PCR y una llamada que sea un positivo. Pienso en mamá aislada, hablo con ella a diario. Me digo “si quieres estar animado, anima a los demás”. Imprimo la frase y la pongo en la nevera de casa. Esperar es siempre tener y me paso los días teniendo a mamá, recordándola que es una manera de darle más vida. Al final de la segunda semana, recibo otra llamada, “negativo”, y, por fin, respiro aliviado.