Lo mejor de viajar, da igual dónde, es no albergar ilusiones. Viajar es una experiencia ficcional constante, sin esperanzas. Una arquitectura de la incertidumbre, a la espera de la siguiente esquina, de la siguiente ciudad, del siguiente vuelo… En fin, de la sorpresa. Esta es una columna sobre viajes en tiempos de pandemia.
Sobre las ruinas y el coronavirus, en este verano de arcilla, frente a una fría línea azul, ellos decidieron viajar de una manera diferente. Abrieron el ordenador portátil, LifeBook A Series, de Fujistsu, y navegaron sobre la pupila de Google Earth, para intentar entender algo, para recordar lo olvidado, para salir de esa mala hora. “¿Cuánto se pierde cuando se gana?”, se preguntó ella. Se pusieron unas copas de ginebra, bien fría, con bitter KAS, y volvieron a todos los lugares en los que estuvieron y a aquellos con los que soñaron.
“Nos dejaremos llevar, como siempre”, dijo él. Un viaje real, con búsquedas reales… “La información geográfica del mundo en tu mano”, decía la web que añadía: “explora el relieve, edificios 3D y otras imágenes. Busca ciudades, sitios y empresas locales. Descargar Software”. Entendieron que se abrían una nueva dimensión del viaje, de la memoria, de la sorpresa…, se ilusionaron. Un acto ficcional tan real como la propia realidad, ¿qué no? Vamos.
El planeta empezó a dar vueltas. Escribieron en el buscador: Wildwood, NJ, Estados Unidos. Entonces no sólo el planeta, sus cabezas, sus ganas, todo empezó a dar vueltas, vueltas y vueltas sobre vueltas. En un instante, en un rápido y sinuosos movimiento de manos, como si fuesen tahúres o un notario de provincias repartiendo DNI´s, llegaron al destino deseado. El mundo en sus manos, una acción instantánea, y la imagen se colocó encima de la ciudad elegida. “Cartografía del siglo XXI desde el salón de casa”, comentaron, sonrieron y brindaron.
Hacerse con una herramienta, que en principio es pura tecnología neutra, sintética, fría, y convertirla en un objeto poético, resultó mágico y evocador, adictivo digamos. Se encontraron en las calles de Estados Unidos en las que, veinte años atrás, montaban en bici, al otro lado del mapa, o paseaban sobre el BoardWalk de Atlantic City, cenando en la heladería Shea-Shell, viviendo en la calle Garfield… Recorrieron cada rincón de aquella memoria borrada, como si fuera de película, porque allí, en América, siempre todo es como una película, y volvieron a sentir, y empezaron de nuevo.
Revisaron el espacio, intentaron entender sus mutaciones, la vida real en internet y luego cambiaron de destino. Escribieron en el buscador: Lisboa, y comieron sopa de espinacas y bacalao a la crema en O Trigueirinho, aquel restaurante de Amedio, donde todos los relojes marcaban siempre la misma hora; después pagaron 15 dírhmas para ir en taxi al Zoco Chico de Tánger y se cruzaron con camellos, limpiabotas y profetas. Les gustó el viaje. Adictivo, ya digo.
Se llegaron en un instante a las ruinas de Pompeya donde todo huele a futuro y esplendor, y siguieron jugando, volando, entendiendo: el ring road en Islandia donde todo son glaciares y lava, y el Puente de Carlos en Praga, sobre el Moldava, donde se besaron como la primera vez, y luego, la Plaza del Zócalo donde creyeron ver a José Alfredo susurrando algo a un mendigo, algo como: “quiero que la música sea carne”. Y, una más, en aquella estepa frente al sol de medianoche en Noruega donde los días no terminan nunca y él le prometió que nunca se iría, que aquello, de alguna manera, no acabaría jamás.
Una arquitectura, lo dicho, de la incertidumbre. Descubrieron, en aquellos viajes internaúticos, que la memoria no existe y que casi siempre lo que vuelve es fruto de la imaginación. Todo había cambiado para no cambiar nada. Las calles, las playas, las licorerías, los casinos, las mezquitas…, nada se parecía y todo era igual a la vez. “La memoria solo es una excusa para justificar nuestro presente”, dijo él y añadió, “una novela en la que de todas maneras quedamos bien”.
El relato siempre es subjetivo. Recordaron aquel texto de Cormac McCarthy: “desde la cresta en un día claro se puede ver la fría línea azul de la cuenca como una promesa lejana”, y pensaron en viajar al futuro, una locura, por qué no, más allá de la ruina y la pandemia, como una odisea en el tiempo y en el espacio. Escribieron en el buscador: 25.07.22, por fin.
Un viaje ficcional, lo dicho, una arquitectura de la incertidumbre. Algún día el tiempo real –como magnitud física con la que medimos la duración de acontecimientos-, será equivalente al tiempo del motor de búsqueda de Google Maps. Volvieron a las vueltas, vueltas sobre las vueltas, y se encontraron en un mundo parecido, dos años más allá, 25.07.22, por fin, solo parecido, donde se vivía el presente porque el futuro solo era un recuerdo y la gente ya se había acostumbrado al brillo de la pantalla azul, a taparse, a distanciarse… Un futuro distinto, parecido, más triste, quizás.
Todo es veneno y nada es veneno. Cerraron la sesión, apagaron el equipo, terminaron el viaje con cierto sabor amargo como el Bitter KAS, las vueltas, el acto ficcional, la huida hacia adelante, todo acabó al apagar la luz del salón. Se echaron un rato a dormir y se dejaron llevar, otra vez, otro tipo de viaje, y soñaron juntos con una fría línea azul, como en la novela de McCarthy, como una promesa lejana, y con que aquel viaje solo era parte de su memoria borrada, otra vez, como siempre, otra mentira tolerable, como en un bucle eterno, hasta el final, hasta hoy, y así.