Somos piel y necesitamos piel, la nuestra y la de los otros, necesitamos el contacto, la presencia, la palabra del amigo, el abrazo de la madre, el tacto del amante, la piel, la piel del otro, para vivir plenamente porque en eso consiste la vida, en vivir, y no en sobrevivir.
En esta pandemia, hemos sobrevivido, como hemos podido, con una piel binaria de Skype. Una piel sintética llena de pixeles y fondos guionizados, decoraciones de Ikea y sonrisas sobreactuadas. Una piel HD que da calorcito pero que resulta un calor insuficiente, vago, a ratos indiferente o inconcluso. La piel binaria de la pandemia, tecnológica digamos, aún está por desarrollar, por ser convincente, un 2.0 lejos aún de la orgánica, de la real, de la que sabe a ti, a tu perfume, a ti. Seamos sinceros: solo hemos sobrevivido.
Somos piel, algo más de cuatro kilogramos y algo menos de dos metros cuadrados de eternidad, un mapa abierto, e imperfecto como en aquel cuento de Borges, en el que se puede leer una vida, un papel de regalo refundado, un desierto lunar, el suelo del cereal, colchón, acuario, manta, cielo… Somos piel y necesitamos la piel.
Nos marchamos unos días a Cádiz. Necesitamos distancia, tiempo, silencio y abrazos, o sea piel. Quedamos en ver a mi amigo Fernando en El Palmar de Vejer. A Fer, como le llamamos, le conozco desde niño, “amigos del barrio”, nos decimos, casi hermanos. Hemos sido escolares, adolescentes, jóvenes, universitarios, hemos sido novios, maridos, padres, juntos, siempre cerca, amigos, ya digo casi hermanos… Otra vez, la misma piel, una piel compartida que nos ha visto mutar hasta llegar aquí, aquí donde ahora nos mece el levante. “Necesito estar aquí, al menos un rato, al menos para terminar esta columna; terminar de escribir para que la gente -yo incluído-, no muera del todo”, me digo, y sigo la columna sobre la pantalla fría mientras me acaricio la piel olvidada del antebrazo.
Somos piel, pieles, un montón de pieles escondidas, que se tapan, que se olvidan y se obvian, pieles que se pintan, que se tintan, tatuadas hasta decir basta, pieles que se muestran sin pudor y con hambre, con todas las ganas, pieles como estepas marcianas, recubriendo cicatrices y marcas de nacimiento, una piel que guarda la memoria histórica de nuestra vida y un millón de secretos de cama. Somos, sin duda, piel que se abraza con otras pieles.
Hablo con Sergio del Molino de su último libro, La Piel, un libro anti-auto-ayuda, unas memorias olvidadas, una extrañeza fantástica… Charlo con Sergio y me habla sin rastro de victimismo o doctrina de la esperanza. Sergio del Molino, que es lo mejor de nuestra generación, me dice frente a otra vídeo-llamada, otra piel de pixel, que “nadie ha rozado la beatitud sin sentir antes la piel crujiente y dolorida”, y yo tomo nota para seguir esta columna y le despido con el deseo inconfesable, incontrolable, del que querría dar un abrazo al que admira y desconoce.
Somos piel, expuesta o protegida, una piel como un catálogo de agresiones, o como un hervidero de caricias, el órgano global de una memoria poderosa y discreta. La piel es tejido conectado y sociedad, terminaciones nerviosas, capilares, el recuerdo de un beso, de un traumatismo, de una caricia o una puñalada, la hendidura perfecta de una marca o un costurón. En síntesis, somos vida porque somos piel.
En esta esquina gaditana, en este Palmar de Vejer y de Dios, al atardecer, solo en la playa, mientras me acaricio la piel del antebrazo, recuerdo otras pieles, todas aquellas pieles que alguna vez rocé, imaginé, sentí… Pieles jóvenes y adultas, tersas, níveas, agitanadas, blancas, negras, amarillas, de todos los colores, que se cruzaron con la mía siendo una sola, por un momento, y siento la necesidad de todas ellas, una necesidad obsesiva, pecadora, de yonqui penitente.
Somos piel, piel con piel, formando un lienzo de todo nuestro tiempo, pliegues y barrancos, arrugas, islas de lunares, esencia y fragancia, piel frente al espejo cuando todos somos inocentes, y contra la pared. Somos piel, el documento nacional de una identidad precisa y preciosa que necesita de otras.
Y es ahora, justo aquí, desde este finde semana, en esta playa donde el agua roza la arena, que es una piel desbocada por el levante, una piel gaditana y surfera, ahora cuando empezamos a salir y a vernos, ahora cuando vemos llegar la próxima pandemia, la segunda ola, cuando solo tengo una cosa clara: necesito más piel, pieles, necesito más contacto, estar junto a los otros, junto a vosotros, para hablar, sentir, reír, vivir, no sobrevivir, VIVIR plenamente… Han sido demasiados meses perdidos, confinados, robados…, y vendrán otros meses perdidos, confinados, robados…, y habrá que aprovechar mientras podamos con responsabilidad, con garantías, con mucho amor. Habrá que usar la piel hasta el final.
Somos piel errante, latente, vibrante, somos seres sociales que necesitan socializar, pieles con pieles como redes sociales que se conectan e interactúan, pieles que pierden el sentido sin conexión: la piel de neopreno de Anita cuando vuela encima de las olas, tu piel perfecta y tu aroma, la piel de Fer, de Sergio, de Yolanda, de ti, amig@, de nosotr@s, en constante contacto, en constante fundición.
Nota: Sería bueno preguntarse si en la piel hay heridas o la piel es en sí mismo una herida porque, como dice Del Molino, “la piel no necesita estar enferma para convertirse en estigma”.