Cayo Plinio Cecilio Segundo, Plinio el Joven, los acueductos, las sandalias y bajo las sandalias las calzadas romanas, conectando todo el Imperio como una gran red de redes, el primer internet, el hormigón, el vino , las letrinas, el jabón, el latín, los latinajos, ad finitum, alma mater, grosso modo, el calendario juliano, el derecho romano… Año 0, casi todo.
Empezaré diciendo que soy fan de los romanos desde pequeño. Desde pequeño, viendo las pelis de romanos y, más tarde, en el cole con el latín. Podéis llamadme loco. Tenía un libro que se titulaba La Crisis del Imperio Romano, de Roger Rémondon, que releía, y una colección completa de cromos sobre la historia romana.
Hablo con Emilio del Río, doctor en Filología Clásica por la Universidad Complutense y autor de Calamares a la Romana, un libro muy divertido, y me cuenta que “somos romanos, aunque no nos demos cuenta”. Me explica que de ellos hemos heredado “la lengua, el derecho, la red vial…, pero también la alimentación, el ocio, el deporte, la moda, los rituales y las fiestas”.
Emilio que habla y sonríe, y me encanta, me cuenta: «¿sabías que en las ciudades romanas ya se usaban los pasos de cebra? ¿Y que la Roma clásica tenía zonas centrales prohibidas al tránsito de vehículos? ¿Y que se aprobó una ley para limitar el desorbitado precio de los alquileres? ¿Y que los romanos quedaban en los bares a tomar unos vinos al acabar la jornada laboral?”. Habla, no para, y comentamos sobre Malaka y el garum, nuestro caviar de oro, y nos reímos contando otra de romanos.
Nada de los que somos sería igual sin los romanos. Tampoco la pandemia, sí, el Covid-19. Podéis llamadme loco, otra vez. Decía Maquiavelo que todo cuanto ocurre en el mundo en cualquier época guarda genuina semejanza con lo sucedido en tiempos antiguos. A continuación demostraré la semejanza entre pandemias e imperios. Os contaré.
En el año 165 DC., en el siglo Áureo, quizás en el mejor momento de la historia del Imperio, cuando todo era brillo y porvenir, una pandemia dejó millones de muertos y, para muchos autores, supuso el principio del fin de aquella época dorada. Se la conoce como la primera pandemia de la historia, por su globalidad, Roma como una red de redes, y se la llamó, la peste Antonina. Tomemos nota.
Una extraña enfermedad que acaricia los perfiles del Imperio, como la viruela, o así, que llega de oriente y que deja un rastro brutal de 10 millones de fallecidos durante décadas. Una pandemia letal que conectó, por primera vez, el mundo, como ahora, quizás el primer navegador de internet, y cuyas consecuencias alcanzaron a las cosechas, al comercio y a la actividad económica. Sin duda, al ánimo de una sociedad altiva que creía vivir en el mejor de los tiempos tocada de muerte, hundida para siempre, ¿os suena?
Hasta entonces, otras epidemias habían sido controladas por un servicio sanitario eficiente y por la herencia y actualización de la medicina científica griega. Sin embargo, esta pandemia fue distinta. La onda expansiva llegó a casi todos los rincones del inédito y gigantesco Imperio, desde Siria, a Egipto, lamiendo gran parte del Mediterráneo, Mare Nostrum, llegando a Roma y sobrepasándola… Curiosamente, no a Hispania. Sólo en Roma llegaron a morir 2.000 personas al día. Algunos cálculos hablan de que fallecieron uno de cada siete romanos en todo el Imperio.
Pero tras el colosal tsunami sanitario, llegó el maremoto económico y político, y finalmente la incurable herida psicológica. Tras aquella pandemia, y esto son enseñanzas de la historia, caló una lacerante desigualdad, el hambre, el agotamiento, la huida, en definitiva, la decadencia del Imperio. Aquella pandemia fue un cambio de ciclo. Entonces como ahora.
Y aquí viene lo mejor. Edward Gibbon, entre las ruinas del Capitolio, autor de la mítica Historia de la decadencia y caída del imperio romano fue trascendental al escribir: «la caída de Roma fue el efecto natural e inevitable de una grandeza desmesurada. La prosperidad maduró el proceso de putrefacción; el estupendo tejido cedió bajo su propio peso».
Kyle Harper, profesor de Clásicas en la Universidad de Oklahoma, en su obra El fatal destino de Roma lo cuenta de otra manera: “la caída del Imperio romano fue el triunfo de la naturaleza sobre las ambiciones humanas, el resultado de los efectos de la propagación de bacterias y virus, de la erupción de volcanes y los ciclos solares”, y concluye: “el triunfo de la naturaleza sobre las ambiciones humanas”.
Bummmm, ¿os suena?, ¿nos suena? Puede que, amigo lector, comiences ya a sentirte identificado con nuestros antepasados, que comience a resonarte la voz angustiada de Tiberio y que duela la historia, o puede que sea bueno, que seamos buenos, y tomemos nota. La pandemia de Covid-19 nos ha puesto frente al espejo de la historia y ahora depende de nosotros hacer algo con todo esto.
Soy fan de los romanos y creo que las similitudes entre aquella Roma y nuestra civilización son muchas, demasiadas. Somos romanos, aunque no nos demos cuenta, como dice Del Río. Vamos a bares, y a estadios, como ellos, y como ellos hablamos y ejercemos el derecho y el placer. Nos creemos en el mejor de los mundos, sin pensar en la delicadeza de las civilizaciones, como ellos, y como ellos, que somos nosotros, podemos terminar destruidos en la nada de la memoria.
Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla o, como decía Cicerón, otro romano que jamás vio el hundimiento de su civilización, “no saber lo que ha ocurrido antes de nosotros es como seguir siendo niños”. Somos romanos y ya pasamos por este punto de la historia. Ya lo sabemos. Ahora no seamos niños. Alea iacta est.