Nieves tiene el pelo blanco y la sonrisa como un amanecer. Nieves lleva doce semanas aislada en una residencia, dentro de su habitación, la 228, sola, sin más compañía que un transistor de radio, un libro que apenas lee porque se le cansa la vista y una ventana que da a un patio que le es extraño. A Nieves le llaman sus hijos, todos los días, y finge que está bien. Nieves ha dado positivo en el último PCR. Nieves tiene miedo.
Pienso en la extraña soledad de un mayor en la habitación de su residencia. Desde hace semanas, varados, ajenos en parte a la crisis de ahí fuera, preguntándose porque no acuden sus nietos a verles, a pasar las tardes y a echar un parchís. Pienso en ellos y me asola una fiebre de rabia que no puedo con ella.
A Nieves los días se le hacen muy largos, de hierro, como puentes muy largos, días en los que vive en una extraña ficción. En estos días, le gusta jugar a que vive dentro de un cuento de Cortázar, donde suele funcionar alguna puerta que conduce a otra realidad. Ahora está aquí, en su habitación, pero en un rato abrirá esa puerta y estará en cualquier lugar. También le gusta quedarse bajo el dintel de la puerta y ver cómo pasan las tomentas.
Intento entender el miedo de saberse positivo con 86 años. Primero fue el test rápido, negativo, alivio, calma tensa; y luego, el PCR y un positivo como una cornada. Pienso en esas horas de habitación en las que no pasa nada, solo ese zumbido monótono del aire acondicionado, la luz pálida y el vértigo de la espera, una especie de hambre para el que desea poco y se aferra a todo. Un miedo líquido, jamás vivido, por Nieves, por tantos otros.
En la residencia en la que vive Nieves han fallecido ya 16 abuelos. Son demasiados, una cifra insoportable. En los peores momentos, algunos de ellos estuvieron días muertos a la espera de una funeraria, que trabajaba sin descanso, y de un certero certificado de defunción. No se evitaron visitas a tiempo, no se hospitalizó a los ancianos graves, no se dieron mascarillas al personal, ni EPIS, y no se separaron espacios en los edificios… La lista de errores es, ha sido, interminable.
Nieves imagina mucho, juega a los cuentos de Cortázar, a las puertas y a los techos que llueven, imagina que lleva a sus hijos al cole, que aprende inglés, que cocina comida italiana, lasagna, que se baña en el mar y que espera a su marido a que vuelva del trabajo para dar un paseo… Hace unos días, bajo el marco de la puerta, vio cómo llegaban unos chicos muy amables, como superhéroes, “gigantes buenos”, pensó. En verdad, resultó ser un equipo de desinfección de la Unidad Militar de Emergencias. A Nieves le gusta este juego, esta nueva puerta, y sale todas las tardes al pasillo a ver qué pasa, a ver si vuelven los gigantes.
La administración no ha sido capaz de proteger a uno de los colectivos más vulnerables, el de la tercera edad, a nuestros mayores. A la primera que los abuelos han tenido problemas, encerrados, atacados por una manada de virus, como lobos, se olvidaron de ellos. Llegaron tarde. Todo el personal de las residencias se dejaba el alma rota para conseguir recursos y apoyo. No hubo nadie al otro lado del teléfono. Nuestros mayores se les morían entre los dedos. No fallecieron por coronavirus, fallecieron porque no fueron a un hospital.
Un tiempo lento, tímido, de silencio, macilento, un tiempo a punto de estallar. La densa calma, y en la habitación de al lado de Nieves: sedantes y muerte. Otro que se nos va. Un auxiliar le acompaña. Una mano que acaricia otra mano y un adiós sin suero, sin vía, ni oxígeno… No, eso no es una muerte digna -escribo “muerte digna” sobre la estepa del Word y me vuelve el enfado como una ola-. Nieves, por su parte, quiere salir, solo un rato, a la puerta y sentir el sol del atardecer sobre su cara y que deje de llover.
Pienso en las familias: cuando no puedes decir adiós, cuando todo resulta inconcebible, cuando llegas tarde, y no hay despedida, ni funeral, ni consuelo… Pienso en ellos y me duele España. El dolor, la rabia, la pena, sentirse mal porque nunca estuviste seguro de dejar a tu madre o a tu padre en una residencia, el miedo, las dudas, las pesadillas y las palabras que te hubiera gustado decirle: hasta pronto, te quiero mucho, mamá, gracias…
Una tarde, hace pocos días, Nieves se acercó a la puerta y lo vio todo mucho más claro. La residencia ya no era una tormenta, y los techos habían dejado de llover, y las puertas volaban, y el hilo de la vida se hacía nítido, y en los pasillos iba y venía la verdad, sin que nadie pudiera preguntar. No entendía nada pero le gustaba lo que sentía. De pronto, un gigante bueno se acercó y le dijo: “eres asintomática, el PCR ha dado negativo, Nieves, tu hija vendrá mañana a verte”, y entonces Nieves, ante el porvenir que ya era un recuerdo, sonrió como un amanecer.