El triunfo y la tragedia

16 May

Estar dentro de una pandemia, estar dentro de un hospital, estar dentro de una UCI, dentro de un EPI, sudar, sudar mucho,  con la piel desgastada, como un papiro pegada al plástico, un plástico húmedo, frío,  usado, que te lloren los ojos, que te lloren las ganas, la cara deformada, hinchada, que tengas miedo a entrar en otra habitación, el ruido del respirador y un caos en ruinas, muy cansada, el miedo de la vuelta a casa, mucho miedo y lágrimas, ya digo.

Ana vuelve a casa. Quedamos para hablar y que me cuente su último turno. Ana es enfermera en un hospital de Málaga. Ana ha estado en el epicentro del infierno. Ana me dice que está cansada y que mejor “hablamos mañana”. Luego me cuenta la verdad en un mensaje de voz que suena a pena y a rabia: “pasé por el McDonald de Carlinda y estaba tan lleno de gente, la gente tan a lo suyo, casi nadie llevaba mascarilla, que se me quitaron todas las ganas. Mañana te llamo”.

Recuerdo a Dante, en La Divina Comedia, cuando escribió aquello de que “es fácil descender a los infiernos, salir de allí es otra cosa”. Pienso en ellos, en el personal sanitario, en ellos, en el infierno. Estas líneas van sobre ellos y sobre el infierno, supongo, es un aplauso, un minuto de silencio. Hago unas cuantas entrevistas, les  escucho durante horas para fabricar esta columna y creo que van a necesitar mucha ayuda cuanto todo esto termine. Hablo con ellos y noto su cansancio, su indignación, están destrozados. Los psiquiatras no van a dar abasto.

Ana me devuelve la llamada, por fin. Me cuenta que durante las peores semanas, en esta especie de invierno irrevocable, se sintió “muy sola, desolada, intranquila, desprotegida…”, y añade: “hemos dado más de lo que podíamos, doblando turnos, 10 horas al día, seis días a la semana, siendo un equipo”. He tenido que esperar varias semanas para hacer esta columna. Ana no estaba preparada, necesitaba tiempo: “ya puedo hablar sin pasar un mal rato en lo personal, han sido días muy duros, con una rabia contenida cuando ves el descontrol dentro y fuera”.

Empezamos por el principio. Me cuentan que les pilló a todos con el pie cambiado, a los sanitarios y a los políticos, y “seguimos con muchas más dudas que certezas”. Antonio, médico, me asegura: “este virus tiene secuencias muy extrañas, nos llevamos sorpresas todos los días”. Los hospitales se convirtieron en pocos días en un abismo de tinieblas, entre el triunfo y la tragedia, como en la novela de Churchill. Faltaba personal y material, lo dicho, un caos en ruinas.

Lo peor me dice Ana ha sido ver morir en soledad, preocupados por las familias, porque no sabían nada, verles enganchados a respiradores muy agresivos, sobrevolando comas inducidos, luchando contra gigantes. Ana me lo cuenta sobre un hilo de voz, temblando: “quiero que los familiares sepan que no les hemos dejado solos, que les hemos acompañado, dándoles la mano, estando cerca, hablándoles, tratándoles con toda la dignidad y la humanidad que merecían”. Me lo dice así, con una emoción frágil,  y yo callo, y no sé qué decir, ni preguntar, e intento imaginar algo que se queda a millones de kilómetros de su realidad.

Pero Ana vuelve a la carga sobre mi silencio. “No solo lloras cuando un paciente se te muere sino cuando responden, cuando mejoran, entiendes que es como un milagro”, y pienso en  Chesterton con aquello de “lo más increíble de los milagros es que ocurren”. Le pido una fotografía, un instante, y no duda: “bailar con un paciente en la UCI mientras suena Tchaikovsky, El Vals de las Flores, y entonces…,  llorar de la emoción”.

Llorar, llorar. Lo repetimos varias veces durante las conversaciones. Todos me cuentan que han llorado mucho, de emoción, de cansancio, de pena, de ira…, el llanto de  hombres y mujeres, titanes  que las han visto de todos los colores, “por ejemplo, cuando hacíamos vídeo-llamadas”, me dice Charo, “con las dos manos, con una agarraba la Tablet y con la otra al paciente que se comía la pantalla, ha sido de lo más emocionante, y otra vez, a llorar”, y sonríe para entonarnos.

Llanto e imágenes imborrables. Imágenes como las de un quirófano convertido en UCI, lo nunca visto, o un pasillo abarrotado porque las urgencias estaban desbordadas, o la muerte de compañeros que estaban sanos y que eran jóvenes, qué rabia, qué dolor,  las altas, las bajas, la solidaridad y el equipo: “todo el mundo ha echado una mano, sin sentirse más que nadie, desde los jefes hasta el último del hospital, ha sido lo nunca visto. El personal laboral, los conductores, celadores, las mujeres de la limpieza, todo el mundo se ha dejado la vida”.

Amparo, otra enfermera, me habla de dedicación y vocación, de la dignidad de un gremio castigado, del compromiso y de los recortes. Ana, por su parte, me habla de sensaciones: “esta pandemia han sido sensaciones y las últimas que estoy teniendo son muy malas, salir y ver a la gente haciendo lo que quieren aún en Fase 0, es decepcionante, no estamos preparados para un repunte, seguimos sin saber lo que nos está pasando, sin saber a lo que nos enfrentamos”.

Le pregunto qué no consigue superar y Ana me cuenta: “cuando llego a casa, la duda de traer algo que no deseas, quitarte la ropa en la cochera por miedo… Sabes, llevo más de sesenta días sin ver a mi familia”, pero quiere dejar algo claro. Ana se detiene, piensa, toma aire y concluye: “quiero dejar claro que todos los fallecidos se merecían un trato mejor pero las pésimas condiciones y la falta de medios no nos lo han permitido”, y luego hay un silencio abultado que no sé cómo llenar. Un silencio eterno, un estruendo de silencio. Y solo puedo decir: “gracias, Ana”.

Y gracias a  Antonio, y Amparo, y César, y Jesús, y Belén, y Charo, y gracias a todo el personal sanitario, por estar ahí, por ser la verdadera infantería contra un enemigo invisible y desconocido,  cuya sentencia resulta irrevocable e indeleble, entre el miedo y el llanto, la emoción y la dignidad, el triunfo y la tragedia.

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