Cemento helado y polvo de yeso

9 May

Esta columna está basada en una historia real. Querría ser un relato fiel de cómo vive un paciente grave el coronavirus. A esta columna le gustaría ser una llamada de atención a todos nosotros: un «cuidado, sed responsables, conscientes, hagamos caso a las autoridades sanitarias porque nos va la vida en ello, esto no ha acabado…». Esta columna es la historia de María José Gálvez, una historia de cemento helado y polvo de yeso, una historia que quiere poner luz sobre una paciente de Covid-19 y sobre una enfermedad que nos dejará secuelas, a todos, de por vida.

María José Gálvez es una mujer fuerte, con una voz llena de luz, la voz alegre que siempre se ilumina a pesar del dolor, una mujer hiperactiva, me asegura, creyente, sonriente, valiente, llena de vitalidad, con un alto umbral del dolor: María José es una de las nuestras. Tuve la oportunidad de entrevistarla en la tele. Hablamos un par de veces, esta semana, para escribir esta columna y nos mandamos varios mensajes. Es agradable hablar con ella a la caída de la tarde y me gustaría que le gustase esta columna. María José ha sido una superviviente del coronavirus. Esta es su historia.

María José estuvo siete días en el hospital, aislada, y catorce días antes, en casa, pasándolo muy mal, con miedo a ir a urgencias, sabiendo de todas sus patologías previas y sus posibles consecuencias, con un cansancio atroz y un cuerpo que pesaba como el cemento. A María José le dolía la piel y yo me pregunto, todavía ahora, cómo debe ser que te duela la piel. Estaba helada, 34.5 grados, frío y dolor, y unos dientes que castañeaban sin control como si todo se fuese a romper.

Pienso en esos días de hospital y vías frías. Días de miedo, oscuridad y tiritonas. En lo ajeno de la soledad de la habitación, aislada sin noticias y sin poder tranquilizar a tu familia, sin una mano que te agarre por la noche y que te guíe, polvo de yeso, pesadillas y hielo. A María José le molestaba mucho la luz, le dolían los ojos, y sufría por una tos hueca, tan persistente como impertinente. Una semana entera agarrándose a la vida, salvándose.

Cuando le dijeron que era Covid, no lo quiso creer, y cuando le dijeron que se pondría mucho peor, le pareció una locura. Tras muchas pruebas, el diagnóstico era claro: tenía una infección bilateral en los pulmones. Empezó el show. Toma de temperatura, medición de oxígeno en el dedo, 92-91, estás muy justita, María José, el ritmo cardíaco, las constantes, las enfermeras entrando saliendo de entre las sombras, la presión arterial y la sangre, otro análisis, otro más.

La segunda noche fue un infierno, me asegura, llena de náuseas y monstruos, y frente a ellos, ella que no se podía mover, encerrada en un frío ártico que se apoderaba de su cuerpo congelado de cemento, tras la mascarilla, hipotermia y neumonía. «Aquella noche vi que se me iba la vida», me cuenta con un hilo de voz que se detiene unos segundos, emocionada, y concluye «yo he tenido suerte».

María José estaba en la habitación 403, supongo que no olvidará ese número jamás, 403, otro de sus números, y cinco habitaciones más allá, en su mismo pasillo del mismo hospital, en la 408, estaba el marido de una amiga suya que falleció al tercer día de ingresar. Otro muerto por coronavirus. María José no se enteró de la noticia hasta que llegó a casa. El marido de su amiga, como tantos otros, como los más de 26.000 fallecidos contabilizados en nuestro país.

María José pasó por un desierto de escarcha, que fue un infierno, pero es verdad lo que me dice: «tuve suerte». No hubo ni UCI, ni respiradores, se asomó al vértigo del infinito sólo un rato. La medicación parece que funcionó y un ligero halo de esperanza llevó a María José a tomar una decisión personal y definitiva. Quiso que le dieran el alta y se encerró doce días en su cuarto.

Ahora empieza a salir al ático de su casa, en la Cala del Moral, quiere ver la luz del sol, y se asoma un rato, y se pone a llorar cuando ve el mar y la montaña. Supongo que será un llanto bello, de recuerdo y de vida, espero. Esta semana volvió a llorar al entrar en una floristería y ver que todo se estaba secando. Después decidió ir al psicólogo y yo celebro que siga dando pasos hacia algo que se parezca a una certera normalidad.

María José sigue en casa, duerme mal, «no duermo», me dice, y escucha la radio en las noches perdidas, y no quiere salir, y reza, y tiene que ir al cardiólogo, tiene la tensión alta, y sigue con sus ristra de medicamentos a cuestas, y esa maldita tos residual y hueca, y tiene miedo, no me lo dice en ningún momento de las conversaciones pero lo noto en sus palabras, y mucha indignación por cómo se han hecho las cosas, por cómo se están haciendo, lo que nos ocultan y por lo desprotegidos que está el personal sanitario. Le duele el cuerpo y el país.

María José está preocupada por su marido que vuelve esta semana al trabajo, y por su hija, por si fueran positivos, y por el futuro laboral de su hijo, y por todo lo que ve desde su terraza, gente despreocupada, ajena, que se junta en grupos, que se olvida de la tragedia, irresponsables…

Permítanme un paréntesis en el relato y un par de datos por si no valen las historias reales, lo duro, lo peligroso que es todo esto, de lo serio: la OMS nos advierte de que «el riesgo de volver al confinamiento es muy real». Margarita del Val, viróloga del CSIC, concluye que «en Andalucía hay 30 veces más casos activos de Covid-19 que cuando empezó el estado de alarma».

Le pido un último mensaje a María José y lo piensa bien, se toma su tiempo, lo consulta y me dice: «estamos perdiendo el miedo y el respeto», y añade que debemos reflexionar todos, como sociedad, ser responsables, tener sentido común, que no estamos al tanto de lo que es tener esta maldita enfermedad, de lo duro que es, del polvo de yeso, del cemento helado, de las pesadillas y el miedo, y de que «no somos conscientes de todos los muertos que llevamos encima».

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