Sobre esta cuaresma informativa, líquida, vírica, de mascarilla y muy señor mío, de escollos y escolleras sobre Mesas de Diálogo y diálogos de besugo, y sobre este vals estropeado de las dos Españas, y este 15M agrario, de chalecos amarillos, y este pez que ya no muere por tu boca, y este papel que mañana será olvido, y estas vísperas que son las de después, digo que me sorprende la cantidad de miedo que somos capaces de ingerir.
Nos va la marcha. El miedo es una pandemia. La alerta sanitaria del coronavirus ha levantado una serie de capas de piel que vuelven a dejarnos desnudos, en los huesos, diría raquíticos, como en una radiografía. Además de la crisis económica, aún por ponderar, de los bulos, prejuicios, de la xenofobia de algunos que aprovechan cualquier excusa para disparar, el coronavirus tiene pinta de maestro que nos enseña el estado de este mundo líquido y postmoderno.
La tecnología y las redes sociales nos han llevado a ser más miedosos y, por lo tanto, peligrosos. La saturación informativa y la gestión de la comunicación por parte de los poderes públicos nos coloca en el inicio del precipicio, sobre el filo del cuchillo, a un segundo del estallido de un pánico irreal. El ser humano es el único animal con capacidad de tener miedo a las amenazas reales y también a las imaginadas.
Pongo la tele (hago tele, advierto) y veo que este contagio con alas de mariposa abre los informativos de manera bíblica. En pantalla, reporteros con mascarilla como en Estallido, de Dustin Hoffman, ambulancias gritonas que vuelan por las calles de Milán, hipermercados vacíos, turistas aislados…, y entiendo que se expande más rápido el alarmismo que la información y la preocupación que los datos.
En España, mueren 6.000 personas al año por gripe común. Prorrateando el dato son 16 fallecidos al día, sí, por gripe común, y esta noticia no tiene ni un solo titular que le ladre. El Covid-19 es un virus inédito, que tarda en dar la cara, que mata, que se propaga rápido y sin vacuna, no le quito ni un ápice de importancia, ni lo banalizo, pero es un virus, muy similar al de la gripe. Nada más y nada menos. Ángel Gil de Miguel, catedrático de Medicina Preventiva y Salud Pública de la Universidad Rey Juan Carlos, lanza un mensaje de tranquilidad: “La magnitud del problema del coronavirus no será diferente a una gripe”.
La estadística susurra que hay que estar alerta, no alarmarse, pero nadie escucha. El miedo, el miedo a tener miedo, y después el pánico, nos convierte en seres irracionales y muy dañinos capaces de agotar la existencia de mascarillas, mascarillas que necesitan los enfermos oncológicos, o los dentistas por ejemplo, cuando además no son necesarias, en la mayoría de los casos, estando sanos.
Es hora, y esta columna lo va a intentar, de hacer notar la desproporción entre el peligro real del coronavirus, una enfermedad conocida en su sintomatología y efectos, similar a una gripe -repito que no quiero frivolizar su importancia-, y el riesgo fabricado por la sociedad a la hora de percibirlo colectivamente. Nos estamos viniendo muy arriba y la factura final va a resultar mucho más cara de lo que podemos imaginar. La crisis económica, que supone despidos y pobreza, será peor que el coronavirus, advierto.
Los seres humanos hemos vivido siempre rodeados de miedos -y de virus-. Bien gestionado, el miedo nos mantiene alerta pero siempre está dispuesto a ver las cosas peor de lo que son. El miedo es una sustancia frágil. Hace unas semanas citaba a Sófocles y lo vuelvo a hacer: “para quien tiene miedo, todo son ruidos”.
La población merece una información del máximo rigor científico y con las mayores dosis de claridad y transparencia posible. Los medios de comunicación y las autoridades sanitarias tenemos que estar a la altura. Nosotros, los ciudadanos, debemos ser mejores, más adultos menos hipocondríacos, menos miedosos, mejores. Nos va la vida en ello.