Cenamos en casa con amigos, bebemos algo, hablamos y miramos las estrellas. De pronto, un silencio y alguien pregunta mirando al infinito: ¿habrá vida inteligente ahí fuera? El silencio se rompe y nos lanzamos sobre un febril debate que intentaré reproducir a continuación. A ello:
“El universo es muy grande y nosotros muy pequeños”, dice C. “No estamos solos, seguro, lo que pasa es que estamos aislados”, dice P. “No existe la vida inteligente, tampoco en el resto del universo”, dice S., y reímos y brindamos y seguimos.
Alguien habla de la Paradoja de Fermi. La paradoja de Fermi es la aparente contradicción entre la alta probabilidad de que existan civilizaciones inteligentes en el universo observable, y la ausencia de evidencia de dichas civilizaciones. «Os lo diré de otra manera: si hay vida, ¿dónde está?”, sentencia de pronto Albert Einstein que, sin saber por qué y sin permiso, que es peor, se ha metido en el debate, como uno más, aquí, en el jardín de casa.
“Hay que coincidir en el espacio y en el tiempo”, digo, mientras sigo mirando las estrellas, la Osa Mayor, el Carro, las señalo, y me pregunto qué hace Albert Einstein aquí en mi casa, en mi jardín, hablando con mis amigos y poniéndose algo de beber, ahora, un gin solo, sin hielo.
Alguien recuerda, “Encuentros en la tercera fase”, la peli de Spielberg con Richard Dreyfuss, y sostiene que podríamos hacer una prueba desde El Despertador de Radio Victoria, aprovechando que es el programa que hago todas las mañanas, “y lanzar ondas hertzianas”, y dice lanzar como el que lanza una pelota contra una pared. C., por su parte, afirma rotundo que las señales de radio son las mejores para viajar por el espacio. Einstein, que se ha encendido un cigarro, qué locura, ¿verdad?, y que sigue aquí, jugueteando con un mechero, concluye: “igual los extraterrestres pillan las señales de radio pero no las entienden”.
El debate se incendia. Las estrellas nos observan pacientes. Subimos la voz. Son las 3.47 de la madrugada. “Son matemáticas, es una cuestión de probabilidad”, argumenta N., que aporta la Ecuación de Drake. Frank Drake formuló una ecuación para calcular qué probabilidad existía de que otra civilización pudiera comunicarse con nosotros. Sus cálculos arrojaron un resultado de 0,00000003%. Parece una posibilidad mínima, pero el hecho es que Drake fue criticado por arrojar una estimación demasiado optimista.
Sigue el debate: “lo de Drake es un modelo sin parámetros”, dice M. que añade que lo mejor sería crear un nuevo un emoticono. El Emoji de una átomo de hidrógeno y lanzarlo al espacio exterior -otra vez dicen «lanzarlo» como el que lanza una pelota-. “Sería una especie de idioma interestelar, un nuevo esperanto, si los extraterrestres saben química sabrán qué es un átomo de hidrógeno, es lo más básico y es lo más lógico”, y lo dice sin pasión, con pausas, como triste.
La cosa se pone seria cuando Albert Eisntein se sube a la mesa, y pateando un cenicero nos grita: “hay mucho que debatir, muchachos, preguntaos: ¿seríamos capaces de reconocer vida inteligente?, ¿otra vida nos reconocería a nosotros?, ¿es posible la comunicación?, ¿qué es vida inteligente?, ¿qué es inteligencia?, incluso, ¿qué es vida, joder?”, y al decirlo sonríe inquietantemente y una sombra se cierne sobre toda la noche, concluyendo la conversación para pasar a otro tema.
Cuando todos se han ido, me siento a escribir y pienso en una noticia que dimos el año pasado: “Solo una persona ha llegado a 2.197 metros de profundidad”. El espeleólogo ucraniano Guennadi Samojin, en la cueva de Kruber, en Georgia. “Sólo una persona”, me digo, y pienso que ha habido más gente en la Luna que gente en algunas partes de nuestro planeta, y pienso en que quizás deberíamos quedarnos a saber más de nosotros, y arreglar algunos de nuestros problemas y eso…, y también pienso en todas las mentiras que nos ha contado Albert Eisntein esta noche, aquí, en casa. Qué hijo de puta.
«EL MUNDO ES LO QUE ES y no lo que un hijo de puta llamado Einstein dice que es», Nicanor Parra, incuestionablemente, uno de los mejores poetas de Occidente, según Harold Bloom y servidor.