Todo verano siempre es el último verano. Llega septiembre con su bolso lleno de cosas y sus manías de señor impaciente y se apagan los incendios y se encienden las rutinas y volvemos a vernos como si no hubiera pasado nada. Llega septiembre eterno como el eterno retorno, como un pasillo lleno de gente, gente que chilla entre murmullos, o como el final del último capítulo de la última serie que tanto te gustó. Llega septiembre y siempre nos pilla disimulando.
Septiembre es una despedida, la vuelta a los cuarteles de invierno, un mes perdido en los radares sobre días de cristales rotos y salados madrugones. Fin de la temporada de descanso y vuelta a la bendita rutina, septiembre siempre sorprende con promesas que sabes que nunca cumpliremos y detalles derramados por el suelo.
Llega septiembre sin gobierno y con los bosques quemados de la Amazonía, con los ecos de Biarritz y la mirada embelesada de Melania Trump a Justin Trudeau como una metáfora a pequeña escala de nada, la Diada, la vuelta al cole, la Vuelta a España, el Brexit duro y los anuncios de coleccionables -Jazz Blue Note en vinilos de 180 gramos. Entregas garantizadas. Envío gratuito. Oferta Premium. Blab, bla, bla…-
Septiembre tiene las manos frías y siempre, siempre, tiene prisa. Septiembre es una cuesta abajo sin freno, o un espejo cóncavo reflectando parte de la primavera. Septiembre es un animal hambriento, entre la espesura, aullando, esperando asaltarte mientras suena la música de Thom Yorke, espero que sea de Thom Yorke, como en una rave y todos bailamos alucinados.
Llega septiembre y uno se olvida de que hubo un punto en el espacio llamada verano: ocio, vicio, molicie, amor, amigos, viajes, mar, nadar, comer, beber, rezar y la lectura de “4, 3, 2, 1” de Paul Auster, libro que me regaló El Argonauta y que he leído estos días de prestado, y que resulta una obra monumental, inconfundible, original y compleja. Cerramos el verano, como el que hace una cama de hotel, y seguimos adelante.
Llega septiembre y volverán las horas de radio en la mañana, cuando aún nadie se ha despertado, el tiempo de los presentadores de la tele, enrollados pero coherentes y profesionales, y estas columnas en La Opinión que son bombas de oxígeno y entrenos en Montmeló. Llega septiembre y me pregunto qué cara debió poner Galileo al mirar, por primera vez, a través de su telescopio.
Septiembre es un mes que guarda el aroma metálico de las preguntas. Me pregunto si debo dejar algunas manías y algunos vicios, si debo cambiar algunas ideas, si debo hacer algo con esos mensajes que nunca contestaré, si estoy ya en el síndrome del LPD, del Lento Proceso de Derrumbe, y si debo dejar de fingir que no me importa y si hay algo más que el pensamiento circular.
Llega septiembre con sus estrenos de Netflix, su material escolar y la promesa de ir todos los martes y los jueves al gimnasio. Septiembre como un poema de Luis García Montero, como la luz de un sueño que no recuerdas cuando despiertas, como la línea que rodea el huracán.