No hay derecho a tener la clase política que tenemos, a que conviertan una negociación en un pulso, un espacio abierto en un muro, a que nos coloquen, de nuevo, en el inicio de un nuevo precipicio, a su falta de acuerdo, al bloqueo, a la ausencia de responsabilidades, a la nadería, al fracaso, a la bochornosa escenificación del desencuentro. No hay derecho a convertir una investidura en una autopsia.
No hay derecho a que Sánchez haya esperado hasta el último momento para negociar, a que haya jugado una partida de póker, de parchís en ocasiones, en vez de una de ajedrez, a jugar con el almanaque, a tantos cambios en tan poco tiempo, de un gobierno monocolor a un tecnicolor, de técnicos a vicepresidentes, de la sorpresa al asombro.
No hay derecho a que Iglesias haya desperdiciado otra bola de partido, tumbando una posibilidad histórica, como en 2015, teniendo en su mano una vicepresidencia y tres ministerios, escudado en la humillación y en el elemento decorativo, y sirviendo en bandeja de plata la posibilidad de un gobierno de las derechas.
No hay derecho a que los populares, ni Ciudadanos, no digo nada de VOX, no hayan hecho ni el más mínimo gesto de Estado para poder llegar a un gran acuerdo de Estado, pensando en todos, en la estabilidad, en dejar gobernar para que ellos pudieran hacer oposición creativa, constructiva, ser la nueva alternativa real y poderosa en los próximos comicios.
No hay derecho a tanto teatro, tantas acusaciones, reprimendas, trazas gruesas, insultos, mentiras, reproches, sorna e inquina, ni a esa carga insoportable de desconfianza que hace pensar que no habrá acuerdo en septiembre, como no lo hubo ayer y como no lo hubo hace años. Las izquierdas, históricamente, ya en la República, se miran con recelo y sin ganas. Valieron juntos para destruir el gobierno de Rajoy pero son incapaces juntos de crear algo que merezca la pena.
No hay derecho a que los negociadores hayan perdido tanto tiempo, a que no se hayan atornillando a una mesa, dejando que pasaran los días, centrados en las palabras abiertas, las semanas, los meses, perdiendo tiempo del acuerdo mientras filtraban mensajes, publicaban tweets, repartían con la prensa en los pasillos del Congreso de los Diputados… Maldita sea, han perdido tanto tiempo.
No hay derecho a que haya que esperar dos meses más, hasta el 23 de septiembre, dicen, otra vez, Esperando a Godot, como un teatro del absurdo, entre la desesperanza y el autoengaño, sobre el filo de una tragicomedia, cuando este país necesita levantarse por las mañanas y andar. Solo necesitamos echar a andar. Nada más.
No hay derecho a tener que soportar la creación del relato de cada parte. Lo de de ayer pareció una rendición de cuentas en busca de responsables. Porque, a partir de hoy, vendrán a convencernos de que lo suyo era la bueno, a imponernos el relato y eso se hace ya tan insoportable.
No hay derecho al fracaso que nos aboca a otro terreno de duda, al peligro de la oquedad húmeda de la falta de gobierno, justo ahora cuando lo que interesa es jugar de verdad, entrar en el campo de batalla, perder material, ceder espacios, ser generoso para, en tu sincera humildad, ser más grande en el futuro. El nuevo curso llegará con la Diada y la sentencia del Procés y, quizás, ya sea demasiado tarde para todo, para todos.