Lapidaciones móviles, mensajes como piedras, otro caso de machismo, Fran Rivera, sexting, el silencio cómplice y asesino de la sociedad, la justicia corriendo agotada y vieja, muy atrás, vergüenza, terror, reputación y dignidad, la culpa compartida… Al menos, una lección.
A estas alturas ya conocerán el relato. Justo hace una semana, el pasado sábado, Verónica, una mujer de 32 años de Alcalá de Henares, casada, madre de dos niños y trabajadora de la planta de Iveco, se suicidaba. Lo hizo tras enterarse de que sus compañeros habían difundido un vídeo sexual de ella grabado hace cinco años y tras sufrir, más tarde, la insoportable carga social, machista, abyecta e injusta. Una lapidación pública.
El caso es así. Un tipo envía un primer vídeo íntimo, un vídeo de contenido sexual y una manada -sí, he puesto manada intencionadamente- se dedica a difundir ese vídeo sin pensar en sus ulteriores consecuencias. Después, no contentos con esa putada, se dedican a acercarse a su puesto de trabajo: burlas, silencios cargados de desprecio, dedos que señalan… Verónica tiembla, calla, se va haciendo pequeña, muy pequeña, hasta casi dejar de existir. Justo antes de desaparecer del todo, de marcharse, 32 años, madre de dos hijos, solo existe una montaña de basura descompuesta en forma de colaboración bastarda en la que ella, ellas siempre pierden.
Depredadores que huelen a miedo, grietas emocionales, opiniones que cortan, una dolorosa humillación, un sentimiento de indefensión… El triste caso de Verónica nos pone a todos frente a la reflexión de lo que somos, de cómo nos comportaríamos nosotros en una situación similar, empatizando, colocados en el lugar de la víctima, o del primero que envía el primer mensaje o en lugar de la manada, o de los que silentes se convierten en cómplices. Un dato: el vídeo sexual del que hablamos está entre los más buscados en páginas de pornografía.
Todos mantenemos relaciones sexuales. Algunos, en su intimidad, se graban en vídeo. Ningún problema, ¿verdad? El problema surge cuando ese vídeo privado, grabado entre dos, se difunde y, sobre todo, el problema surge si eres mujer. Entonces ya saben cómo funcionamos: ya no eres un “machote” sino una “puta”, dejas de ser el “campeón” para ser una “cerda”, una “zorra”, una “guarra”… Burlas, silencios, dedos que señalan ¿Creen que el mismo caso hubiera resultado igual con un protagonista hombre? ¿Creen que los compañeros de Iveco se habrían comportado de la misma manera? Me temo que no. La sexualidad sigue siendo el chivo expiatorio que humilla socialmente a la mujer.
Una lapidación púbica en toda regla, ya digo. Cambien las piedras en el desierto por los mensajes en la pradera verde de un grupo de WhatsApp. Cambien Afganistán por España. Una lapidación, lo de Verónica. Uno que da la orden, otros que tiran las piedras, el resto que calla… Cambien ahora los términos: uno que envía el primer mensaje, otros en Iveco que redifunden el vídeo íntimo, el resto que calla, que mira para otro lado. Al final, la misma víctima, pequeña, muy pequeña, desapareciendo, hasta el suicidio. La montaña de basura descompuesta.
Este caso nos pone frente al manejo de la responsabilidad compartida, responsabilidad individual, digamos personal, y colectiva. ¿Cuánta gente recibió ese vídeo y se calló y miró a otra parte? No se trata de morbo, de indiferencia, de ser un monstruo…, que también. Se trata de un indiscutible ejercicio de abuso social. La distribución de un vídeo de carácter sexual e íntimo nunca puede ser sinónimo de diversión, distracción, desahogo… La pequeña pantalla, el anonimato, la distancia, nos aleja de la víctima , la hace pequeña, más pequeña, hasta que quizás, ahora, en otro sitio, vuelva a desaparecer.
Debemos aprender que la distribución de cualquier tipo de material íntimo es un delito indignante pero su consumo también. Repudiar socialmente este tipo de actos, denunciarlos, nada más nos llegue uno de estos bastardos mensajes, es el camino para que no haya más Veronicas, más lapidaciones públicas, para que no haya más mujeres que se hacen pequeñas hasta desaparecer.