Se vive como se conduce. “Algunos, en esta vida, están muy solos porque no han sabido frenar”, me dijo una vez un tipo. ¿Se puede ser buen padre y un hijo de puta al volante? Me pregunto. Esta columna va sobre conducir, sobre coches y sobre la vida.
Mi padre siempre nos decía que se conduce de oído. A él, le gustaba quitar la radio y escuchar el ruido del motor. Cambiaba de marcha y desembragaba lentamente, dejaba que la orquesta del motor, como una sinfonía mecánica, se metiese por todas las rendijas del R18 y llegase hasta nosotros. Aprendí que eres mejor en la medida que sabes escuchar.
Recuerdos de un coche, recuerdos dentro de un coche, sonando la radio, aquella radio, cantando, gritando, a la espera del verde del semáforo, “Should I stay or should I go”, aullaba The Clash, y nosotros, acelerando: “¿hacia dónde vamos?”, preguntaste. “Hacia adelante, siempre adelante”, respondí. Y acelerar.
Mi primer coche fue un Opel Corsa. Tuve un Chevrolet en Estados Unidos. Un Chevrolet Malibu del 81, color crema y con tapicería en rojo. Conduje más de ocho horas desde Wildwood, New Jersey, hasta Staunton, Virginia, como en una road movie, como en la vida. Mi padre tenía un Renault 10, blanco. Todos le decíamos R10. Estrellé un Renault 18 en el Puente de Ventas de Madrid. Todos le decíamos R18.
Muchos recuerdos dentro de un coche. Todos tenemos los nuestros. Esta columna va sobre algunos de ellos, que son míos, quizás vuestros. El placer de, por ejemplo, ver amanecer camino de la playa, en verano, escuchando las noticias. Sentado en la parte de atrás, la cabeza sobre el cristal. Un adolescente, yo. Bajar un poco la ventanilla y sentir el fresco de un levante tenue. Esperar, con gusto la próxima parada, y desayunar un café y bocata.
En verdad, no me gustan los coches. Los entiendo y los amo como el que entiende y ama a su tostadora. Un coche es lo más parecido a un electrodoméstico. No hay más. Sin embargo, una especie de pegajosa memoria es consustancial a los coches. Había coches en la caja de juguetes, coches en la feria, los coches de choque, están los coches en los que creciste, en los que hiciste el amor, hay coches en la publi y en el cine…
Pequeña Miss Sunshine, Thelma y Louise, Dos en la carretera, Una historia verdadera, Sucedió una noche, Y tú mamá también… Sostengo que todas las películas son road movies. Una de las mejores es París, Texas, de Win Wenders. Si tienen coches y si hay un viaje, esas pelis son road movies. A veces, son pelis de carretera sin coches, como Easy Rider, pero también son road movies. Sino son road movies, el resto de pelis, digo, son westerns. Concluyo esta idea: todas las pelis son road movies; de lo contrario, son western.
Green Book, película ganadora del Premio Oscar a la mejor película 2019, es un road movie. Todas las road movies son viajes exteriores e interiores, catarsis, evoluciones, revoluciones… La película está bien, Green Book, digo, sin embargo, sigo prefiriendo Roma, de Cuarón. En mi opinión, no es para tanto.
Me gustan las Estaciones de Servicio. Parar, estirar las piernas. Tomar un café y un bocata. Revisar el expositor de cassetes: de copla, del Fary, de OBK, de chistes de Arévalo, Paco Gandía, Chiquito… Me gusta la nada que rodea a las Estaciones de Servicio. Una nada llena de cosas y memoria perdida.
Disfrutaba, y aún no lo sabía, los domingos por la tarde. Volviendo a casa con mi padre en el Renault 18, en verdad el R18, y escuchar el Carrusel Deportivo. Gol en Las Guanas, en La Condomina, en la Noua Creu Alta. Gol del Tato Abadía, de Satrústegui… Gol en el Manzanares, empató Arteche, y celebrarlo subiendo un poco el volumen. Luego, quitábamos la radio y escuchábamos el ruido del coche.