Roma es un milagro, una joya, un monumental retrato, una rareza por lo prodigiosa y bella, es nuestra infancia, la gran patria en blanco y negro y pantalones cortos, una obra intensa, poderosa, poética y magnética, y un perro ladrando en la cochera.
Roma, la última película de Alfonso Cuarón, que se puede ver en Netflix, es una de las máximas candidatas a los Premios Oscar 2019. Diez nominaciones. Debo decir, sin pudor, por delante y con todo el atrevimiento, que es mi favorita. En verdad, debo decir que es una de las películas más brillantes que he visto en muchos años.
Roma parece una peli pequeña, en principio como de autor, y sin embargo es una gran peli, gigante, inteligente, infinita como una sucesión infinita de universos paralelos, quizás irrepetible, que va desde lo particular a lo global, desde el detalle al todo, retratando un tiempo, un lugar, un ambiente y sus texturas: la memoria, en definitiva.
Roma es una gran paleta de grises, sin trucos, ni artificios digitales, desgarradora en ocasiones y tierna, en un plano secuencia, general e inmenso, un pedazo de la vida de Cuarón, de sus recuerdos en el México DF de los años 70, y aviones callados que surcan discretos los cielos.
Alfonso Cuarón, al que ya admiraba por sus otros trabajos anteriores, se alza como uno de los grandes directores de cine de todos los tiempos, por su capacidad de realizar un cine tan distinto como efectivo, desde Gravity a Y tú mamá también, desde Childrens of men a Roma, y, por encima de todo, como el director total. Cuarón lleva casi todo para adelante: la dirección, el guion y una maravillosa y mimada fotografía. El director total, una trufa negra. Cuarón no juzga, solo observa, recuerda… No puedo pedir más. Brillante.
Roma no es una película fácil, advierto. No es ese tipo de pelis que regale nada. Tienes que entrar tú en ella porque su ritmo lento, atípico, orgánico, no te dará concesiones. Para ver Roma, uno debe sentarse dejando todas las prisas y los mensajes atrás. Es cine, no un telefilme.
Una vez sentado, déjese seducir por el sueño de la memoria, a través de los ojos de Cloe, la indígena protagonista, una sirvienta en la Colonia Roma -Yalitza Aparicio, la prota, candidata a mejor actriz, es un diez-, como testimonio silente, frente a una familia que vive sus días. Una de las genialidades de Cuarón es enseñarnos, y de la manera que lo hace, que Cloe no solo limpia el patio sino que tiene un mundo interior, tiene sus conflictos, sus necesidades y precipicios.
A partir de ahí, si ha entrado en la peli, seguro que sí, déjese llevar por una retahíla de escenas contadas de manera sobria, lineal, sin grandes puntos de inflexión, como un poema visual donde todo encaja, recreando cuidadosamente una época que olía así, que sonaba así, ruidosa, áspera, cruda como la masacre de Corpus Christi.
Y después hay escenas que son, y serán, memorables: las escenas en el hospital, me vuelven loco, los exteriores, la casa, la cochera, el coche, la sala de un cine, la azotea, el agitado océano… Alfonso Cuarón rueda lo imposible como si fuera todo muy sencillo. Algo así, de verdad, es prodigioso, nada fácil de ver en estos tiempos de trucos de magia y confeti.
Roma es, en definitiva, fondo y forma, un metarrelato personal y universal, un hilo reivindicativo de clase y feminista, orgulloso, un melancólico aliento, una poderosa historia de amor, valentía y esperanza, una metáfora de un país y una época, la mejor carne cruda y un coche que no entra, por poco, en la cochera.