Subimos a tu habitación. La 226. 26, como el día de tu cumpleaños. Nos sentamos en la cama, de la mano, la cama que hay delante de una ventana que da a un campo dormido y a un cielo rayado por nubes leves y estelas de aviones. Hay silencio. Hay reposo. Nos miramos y, por un momento, siento que me has reconocido, que sabes quién soy, que me vas a preguntar por mi vida en Málaga, por las niñas o que me vas contar una de tus maravillosas historias. No es así.
Pasan los días y vuelvo a verte. Recuerdo cuando me contabas historias. Como aquello del polaco que intentó entrar en Estados Unidos, las anécdotas de tu vida en Maracaibo, el inicio de todo, la mirada,, aquella servilleta en la que escribiste algo, algo que conquistó a mamá, y que nos trajo hasta aquí. Ahora no puedes escribir. No puedes, sencillamente.
Te pregunto por Trosky, tu perro de la infancia. Con más preguntas vuelvo a dibujar en palabras a aquel bodeguero blanco y negro que tanto te acompañó. Te enseño fotos de Roma, nuestra perra Beagle, con la que tanto disfrutamos en casa. Sonríes vaporosamente e intentas recordar, intentas empezar una frase que nunca terminarás.
Las frases son para ti ochomiles, picos inaccesibles, ya impensables. Comienzas una con ganas, una que no se entiende, y a las pocas palabras, en ocasiones a las pocas letras, desistes. Tus frases son como laberintos en los que entras sabiendo que jamás podrás salir.
Durante un tiempo me pregunté, le preguntaba a todo el mundo: ¿un hombre sin memoria es un hombre? Ese hierro viejo. Ahora lo tengo claro. Vives aquí, ahora, en esta columna sacada de una fábrica de hielo, aquí en mi memoria, y vivirás mientras viva mi memoria. Nunca olvidar a los que olvidan, nunca. Siempre recordar, siempre.
Damos un paseo. Te agarras con fuerza a mi mano. Como hace años yo hacía, ¿cuántos?, ¿treinta y cinco? ¿cuarenta ya?, ¿más?, como yo me agarraba siendo un niño de tu mano y me sentía protegido e invencible. Recuerdo cómo me enseñaste a montar en bici. Esas manos, las mismas manos con las que echaba pulsos, que tanto trabajaron, que dibujaban caballos y jinetes cuando atendías las llamadas de teléfono… Tus manos son ahora ramas de árbol gastadas, vencidas por los años.
Propongo echarte un pulso. Siempre echábamos pulsos. Siempre me ganabas. Ya era yo «todo un hombre», como decías, y seguíamos echando pulsos y seguías ganando. Nunca entendí de dónde salía esa fuerza indesmayable. Echamos el pulso, en verdad fingimos que echamos un pulso, y siento tu espumosa fuerza sobre mi mano. Una fuerza vacía. Una fuerza teatral, casi infantil. Ya nunca me ganarás. La victoria más dolorosa. Te pregunto: ¿recuerdas los “pulsos gitanos”? Y tú sonríes, como diciendo “crees que no me acuerdo, yo inventé los pulsos gitanos”. Conectas, otra vez, un instante mínimo, o creo que conectas, o quiero pensar que lo haces. Pero no dices nada.
Pasan los días y vuelvo a verte. Vengo. Vuelvo. Veo cómo te desdibujas, cómo te evaporas. Escuchamos música. Conectamos otro segundo. Te vuelves a ir. Sé que no volverás. Te recuerdo. Te recuerdo en estas líneas. Cada año. todos los días, este día: el 21-S, el Día Mundial del Alzheimer. Habitación 226. Volvemos a estar sentados sobre tu cama. El cielo, el silencio, tu mano, un cielo rayado por nubes leves y estelas de aviones… Apenas queda nada. Como en aquel cartel, aquella vez, que yo recordaré por siempre: “fin de la tierra cultivable”.