(Quinta entrega de una serie de columnas de viajes que escribo y reescribo este verano para La Opinión de Málaga).
Escribo frente al mar. Otro mar, el Cantábrico, hoy especialmente combativo. En una terraza del Sardinero. Escribo notas como: “Venir al norte. Volver a los orígenes. A la casuca”. Llevamos miles de kilómetros encima. Han cambiado las emisoras de dial, los paisajes. Nos gusta viajar. Sentir que las cosas cambian, dejarse llevar. Olvidar el tiempo.
Uno de los principios de los Plómez respecto de los viajes dice algo así: “Todo viaje queda reducido siempre a los límites mentales de sus protagonistas”. Da igual donde vayas, lo lejos o cerca que te quedes. Sólo depende de uno que esa travesía, ese salto en el espacio, en ocasiones en el tiempo, sea algo fundante, milagroso, educativo, divertido y genial
Montamos el campamento base en Requejo, junto a Reinosa, frente al nacimiento del Río Ebro, en el Valle de Campoo. Estamos en la casuca de mis abuelos, que ahora es nuestra. Una gran casa típica de Cantabria en la que guardo, para mí, recuerdos de niño.
Que el viajero se autoexplique, que intente describir lo que pasa siempre es un ejercicio enojoso de redundancia: lo que uno tiene que decir sobre su propio viaje es el viaje mismo.
Lomas asequibles, bosques llenos de sorpresas, el manto verde que todo lo cubre y, de pronto, la niebla lamiendo la montaña, ascendiendo desde el Embalse del Ebro hacia Pico Tres Mares. La niebla lo inunda todo. El verano, en unos minutos, se convierte en crudo invierno. Estoy lejos de todo. Aquí siento que nada es importante. Todo muy zen: siento el pensamiento.
Unamuno, en su Credo Poético, escribe: “Piensa el sentimiento/ siente el pensamiento”. En ello estamos. Ortega hablaba de la “razón vital”, y Zubiri hacía referencia a la “inteligencia sentiente”. Aquí, tan abandonado –barba de varios días y sin wifi-, me siento como un filósofo.
Comemos Cocido Montañés. Escuchamos a los mozos arrancándose a cantar con unas tonadas. Hablan de concejos, de matanzas, de marzas y derrotas. Son gente noble, seria, áspera a veces, muy distinta a la efervescente frescura de las gentes del sur. Les miro y veo en ellos a mi familia, a mis abuelos, a mis tíos, a mi padre y, de alguna manera, también me veo a mí mismo, un yo distinto pero un yo.
Escuché una vez a Antonio Escohotado decir que “la filosofía es el saber del sentir; en otras palabras: donde no hay sentir, no hay filosofía”. Vivimos en un mundo complejo y asimétrico, con multitud de referencias y registros. Mientras unos se suicidan, otros bromean. El resto, seguimos, perseguimos, sobrevivimos…
Yo soy ellos: los mozucos que cantaban ayer en la Cantina de Carmina, mi abuelo Evaristo madrugando para ir a la Naval, mi padre haciendo sus primeros tratos en la Feria del Ganado. Yo soy todos ellos. Un yo, que huyó al calor del sur, y que vuelve ahora a Campoo. Es entonces cuando me inunda, por sorpresa, la extraña sensación del presente. “Sólo tienes que pensar en este día y en esta hora, sólo existe este día y esta hora”, decía Dogen. No tengo el menor deseo de ser mejor de lo que soy, pienso.
Ya digo: todo muy zen, aquí arriba, en el norte, estoy lejos de todo y siento que nada es importante. Mientras los jóvenes cogen sus tablas de surf para enfrentarse a un Cantábrico endiablado, yo pido otro café frente al Sardinero y el Valle de Campoo queda ya atrás, verde, sereno, eterno, familiar… Próxima parada: País Vasco.