Almería, Cabo de Gata, Aguamarga, en una terraza frente a su playa, un pequeño hotelito, precio ajustado, con baño y desayuno andaluz, merece la pena. Blanco encalado, ventanas que enseñan un mar azul y tranquilo, aire acondicionado y wifi gratis.
Escribo frases inconexas en mi ordenador, mientras desayuno. Lo que se me ocurre sin ningún orden ni intención. Sólo frases que me vienen a la cabeza. Lo hago mientras la vida tranquila pasa por delante. Levanto los ojos. Unos turistas hablan animosos en la recepción. Una joven, casi una adolescente, me trae un bol con fruta: melón, sandía, mango… Lo celebro. Me encanta tomar fruta por la mañana. Me siento distinto en este micro-mundo: el de este agujero encontrado que mira al Mediterráneo.
-Tienes unas manos delgadas y muy elegantes, tecleo en mi ordenador. –Tú, también, me respondo.
He hecho cierta amistad con el dueño del pequeño hotel. Se llama Eduardo. Me gusta hablar con él. Es sencillo, elocuente y sabio. Me cuenta que él vivía en Barcelona pero se le hizo insoportable. Pienso que a mí, de alguna manera, me ocurrió lo mismo con Madrid. Las grandes capitales del mundo, ciudades de agujas. No le digo nada respecto a mí, me limito a asentir.
-Nunca me han interesado las joyas, ni como objetos ni como metáforas. Escribo en mi ordenador, y como fruta, y vuelvo a mirar al mar. Respiro hondo.
Se sienta a mi lado una alemana. Es una mujer robusta y atractiva, de unos 50 años. Nos sonreímos. Desde que llegamos, hemos cruzado varias veces la vista. Anoche, en una restaurante (ya digo que esto es un micro-mundo donde todos coincidimos), coqueteaba descaradamente con un apuesto camarero griego, mientras se zampaba media docena de Mojitos. “¿Fue bien?”, le pregunto, burlón. “Se acobardó” y ríe como si se fuera a beber todo el mar que tenemos delante. Me da miedo. Le doy el pésame y vuelvo a mi ordenador.
-Cualquier palabra, incluída la palabra Dios, no deja de ser una broma. Escribo esta frase, otra frase, y sonrío. Pienso que ésta no es mía. Seguro que no lo es.
Durante estos días, hago pequeñas excursiones por la zona. El desierto me encanta. Siempre que conduzco por el desierto de Almería, pienso en Françoise Mauriac que escribió aquello de que “cada uno somos un desierto”. Me gusta fotografiar este paisaje. No necesita filtros. La nada no necesita filtros, ni interpretaciones. La nada no necesita nada. Luego bajamos a la Playa de Los Muertos, y acabamos la tarde, bebiendo algo, en Las Negras o aquí, en la playita de Aguamarga escondidos de la III Guerra Mundial.
Abro el periódico. Ojeo titulares. Las bolsas chinas abren con pérdidas. Hallado en Florida un tesoro de un barco español hundido en 1775. Un político promete impuestos como en Finlandia. La Costa del Sol reclama más fondos para hacer frente a servicios básicos en verano. Leo la prensa y todo me parece lejano, ajeno, improcedente. Deben ser las vacaciones. Pido otro café, como un trozo de melón y escribo, de nuevo, automáticamente, en mi ordenador:
-Cuando todo es interpretación, ya no hay nada que interpretar. A esa nada deberíamos llamarla, sabiduría.