Aquí dentro todo está bien, casi perfecto, una calma suave, un fondo de armario, un levante fresco, suena Porcelain, de Moby, y al mirar el mar, creo que os amo a todos y que no odio a nadie. La música me conecta con todos los espacios y los tiempos, una especie de lenguaje que me permite comunicarme con algo más allá.
Esta semana, el pasado 21 de junio, y coincidiendo con el solsticio de verano, se celebró el Día Europeo de la Música. El objetivo: promover el intercambio cultural a través de la música. Con motivo de esta fecha, en las principales ciudades de España se programaron conciertos y actividades musicales extraordinarias de todos los estilos y géneros.
Aquí dentro, tras mis auriculares nada pasa, me elevo por encima de todas las ciudades del mundo, y de los problemas cotidianos, y de los malos rollos, y sobrevuelo otras vidas, las mías, las vuestras, la tuya, sobrevuelo los muros y las estepas de Facebook, el inicio de todos los precipicios… La música es una bala que va directa del oído al corazón. Suena Calle 13, y tras La Bala, la Perla y la Chilinga.
Celebro el Día de la Música en silencio, otra vez, y me pregunto si sería posible una vida sin música y yo, personalmente, me respondo que no, que mi vida sin música sería fatal, un error 404, una pantalla azul. Eugène Delacroix sostenía que “la música es la voluptuosidad de la imaginación” y algo de eso tiene, una hondura, una rendija, una salida de emergencia…
No puedo vivir sin música. Todos los días consumo varias horas, varios grupos o solistas, decenas de canciones… Soy un yonqui de la cosa y necesito merca. Un lenguaje universal sin límites, sin fronteras, sin banderas, sin concertinas ni mierdas. La música es el eco de un idioma invisible que sigue retumbando aquí dentro. La música, la buena música, siempre es extraordinaria y potente y siempre construye algo.
La música es la aritmética de los sonidos, como la óptica es la geometría de la luz, una llave mágica capaz de abrir mentes, y cuerpos, y corazones, capaz de abrir puertas, y derribar muros, y derramar lagos, y hacer cosas que nadie ni nada hacen. La música llega a sitios donde jamás llegarán las palabras. Ahora suena Rachmaninov, Prelude in C sharp minor, seguro que podéis oírlo.
Un elixir sagrado, una fábrica de hielo del olvido, un tsunami de sensaciones, la sala de espera de cualquier Próxima Estación Esperanza, el recoveco de una guitarra española,, un piano y unas manos que lo sepan tocar… Al igual que un cómic adquiere todo el sentido con el espacio invisible entre viñetas, espacio que cubrimos nosotros con la imaginación, la música requiere del silencio como oposición, complemento y recompensa. Ahora suena el silencio, reina el vaivén de las olas frente a mí y el rebalaje.
Recuerdo a Borges, en El Inmortal, El Aleph, aquello de… “Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa”. Esa capacidad, digamos, de ser mutable, de adaptarse, de acompañar, de estar, de sanar en definitiva todas estas heridas: Cohen, Morente, Mercé, Radiohead, Drexler, Sabina, Vetusta, Sting, Queen… La lista es interminable. El mar y el cielo sin ti.
Spinoza, el gran panteísta, decía que «Dios vive en todas las cosas». Sostengo que también Dios vive en todas esas canciones, las que nos emocionan y las que jamás escucharemos. Lo último: alguien me habla de Ayax y Prok son dos raperos de Granada. Los reviso gustoso y me flipan, old school, lo más de verdad que he escuchado en mucho tiempo.