La peste somos nosotros, todos nosotros; la peste somos nosotros con nuestras miserias y nuestras envidias, nuestros foros de Facebook en los que vomitar la nada, nuestras pequeñas corrupciones, nuestras grandes pequeñeces, nuestras opiniones repetidas y vulgares a mano alzada, y las maniobras extremas en la noche, la sospecha persistente y la religión integrista. La peste en las calles y en las plazas, en las encrucijadas de los caminos y en las puertas de las ciudades, en las joyas de las mujeres hermosas y en las blasfemias de los hombres…
El pasado viernes, 12 de enero, se estrenó La peste, la nueva serie de Movistar + dirigida por Alberto Rodríguez. Una gran producción española que ha costado 10 millones de euros. Debo decir, por delante, que, desde hace años, son las series de televisión (Los Soprano, Breaking Bad, Mad Men…, y tantas otras) las que me han revertido gran placer, valga la paradoja, cinéfilo. Una droga de alta costura a la que me he enganchado noche tras noche. Calidad, independencia, respeto… Algo que valga la pena merece un esfuerzo, por supuesto y también, mucho dinero.
La Peste tiene un gran esfuerzo y el presupuesto de un capítulo de Juego de Tronos. 10 millones. Con ese presupuesto, Alberto Rodríguez, director al que respeto y admiro hasta el extremo, consigue algo que nunca se había dado por estas tierras. Rodríguez dibuja una serie de época con alma de thriller en la Sevilla del siglo XVI que bien podría firmar HBO.
Sí, la peste somos nosotros, todos nosotros; la peste somos nosotros con nuestros vulgares juegos de manos y sus despistes, los disimulos, la fabulación, los autos de fe y las hipótesis de la superstición, la política, los deseos oscuros, líquidos, abrasivos…, y la voluntad liviana, las especulaciones y los grupos de WhatsApp llenos de rincones y envidias, el desconcierto, los teatrillos y los corrillos de chismosos en Twitter. La peste en las sentencias de los jueces, en las manos de los artistas, entre las sábanas de los moribundos, en las camas de los hospitales…
Rodríguez huye de lo común, se aleja de lo convencional y vuelve a imprimir un sello personal e inquietante. Nos propone una ambientación espectacular, una fotografía que eleva la imagen a un cuadro de Caravaggio o Velázquez, con sombras dibujadas, humo y polvo, una factura insólita y sombría, y una escenografía brillante que otorga a la serie aromas, sabores, texturas entre una atmósfera cargada, asfixiante, quizá exagerada, sí, pero es que hablamos de la peste.
Y, sobre todo ello, sobre sus cualidades, sobre sus personajes y diálogos, y toda su rabia, como una cúpula catedralicia, aquella Sevilla lejana, que mezcla palacios y mancebías, la Inquisición y el brillo de un resplandor financiero que se perdió. Una historia contada mil veces, Sherlock Holmes y el Doctor Watson, sexo, dinero y un misterio por resolver.
Pero lo que cuenta La Peste, y aquí viene lo bueno, es el veneno imperecedero de lo eterno. La plaga de entonces, no lo duden, es exactamente la misma de ahora. Alberto Rodríguez le toma la medida, como un sastre, al ser humano. Y no es tanto la metáfora como retrato nítido de los que somos sino lo que somos en todo momento, en cualquier lugar, sencillos y vulgares, como una plaga caníbal que nos devora a nosotros mismo.
La peste somos nosotros, señores, todos nosotros con nuestros desvelos, nuestros engaños y tribulaciones, el rencor y la envidia, el miedo y la necesidad de volver la cara, taparse la boca y no respirar porque la peste, recuerden, está en todas partes, en las súplicas de los pobres y en la caridad de los ricos, en el silencio de la noche… Hombres y mujeres, nada de lo humano le es ajeno, nada de lo divino le es extraño… Todo es Dios.