Vivimos tiempo convulsos, extraños, nuevos: es importante hablar y escuchar. Nada de lo que hagamos, del todo bien, pasará por el filtro de la templanza, la palabra y la reflexión. Cada acto que realizamos es un acto comunicativo, público, incluso cuando guardamos silencio. El silencio también es un acto político, reivindicativo, es también comunicación.
Vaya por delante que me apasiona la comunicación, como dice la nueva canción de Jorge Drexler, Telefonía, que sea “Bendita cada onda, Cada cable, Bendita radiación de las antenas, Mientras sea, Tu voz, La que me hable, Como me hablaste, Hace un minuto apenas…” Vaya por delante que me gusta el tiempo en el que vivo -convulso, extraño, nuevo-, el misterio de las tecnologías y la comunicación radiante. (¿Cómo no? Me alimento de ello y sí, me apasiona).
Somos marcas, copyright. Somos un spot publicitario, cada vez que escribimos un post en Facebook o lanzamos una piedra a un río. Nuestros actos tienen consecuencias. Todo lo que hacemos es un ejercicio de marketing. Hablamos mucho, escuchamos poco y, entre tanto, las palabras se pierden en la marea del ruido y no encontramos respuestas. Una ciudad en la que hay muchas luces, y no se ve nada.
Un ejemplo: Facebook y Google. Dos de los grandes motores de nuestra sociedad transcontemporánea. Facebook y Google nos muestran el universo que saben que nos gustan, parcelado, dirigido, y así nos encerramos en nuestro propio mundo, un mundo cada vez más limitado y seguro. Esta operación quirúrgica, elaborada con sabia maestría, se denomina “filtro burbuja”.
Pensamos que vivimos en una gran red de redes, en un universo paralelo, infinito y libre -¿libre?, ese es otro tema para otro día-, pero no es cierto. Las audiencias se han fragmentado, se han complicado exageradamente. Buscamos en Google como en un oráculo pero Google nos ofrece solo lo que queremos ver. Google se fija en nuestras consultas anteriores y selecciona nuestros resultados. Si uno tiene cientos de amigos de Facebook, solo ve las actualizaciones importantes de los más íntimos. Facebook se basa en nuestras interacciones previas para predecir qué y quién es más probable que nos interese.
Si usted es independentista, seguidor del Málaga CF o comprador compulsivo de accesorios en Aliexpress, vivirá en un mundo virtual a su imagen y semejanza. Verá realidades independentistas, malaguitas y aliexpressianas. Si usted es un votante del PP que solo hace clic en los enlaces de otros votantes del PP, nunca verá las actualizaciones de sus conocidos de Podemos, aunque los establezca como sus “amigos”. Su mundo, el de todos, está limitado, un espejo cóncavo, un bucle, una mentira…
Así, esta fragmentación hace que el mundo sea más pequeño. Este filtro burbuja nos aísla y nos hace cada vez más iguales, más extremos con aquello que nos gusta, más voraces con aquello que compramos. ¿Sabían que Facebook conoce hasta los mensajes que no llegamos a enviar? Sí, esos mensaje que escribimos y arrepentidos, finalmente, borramos. Facebook los conoce y los utiliza en su bien que es vender, ganar dinero, la publicidad.
Bienvenidos a un nuevo tiempo: el de los intermediarios de la información, donde sus reglas, protocolos, filtros y motivaciones no siempre son visibles. Google y Facebook son capaces de adivinar nuestros hábitos de consumo. Cuando algo sale gratis, nosotros somos el producto.