Los Campanillas cierran, Dios salve a Los Campanillas

20 Sep
Juan, de Los Campanillas.
Juan, de Los Campanillas.

Poemas escritos en servilletas de papel, esperas, palabras dichas y entregadas, negocios cerrados, la confianza de un camarero que escucha, los restos del naufragio, el café caliente, el pitufo, las botellas repletas de talento… Cuando cierra un bar se cierra un capítulo de nuestra historia común.

En la espina dorsal de Rincón de la Victoria, dentro de la Milla de Oro, con su doble fachada al Paseo Marítimo y a la Avenida del Mediterráneo, un espacio para el recuerdo, por el que todos alguna vez hemos pasado, a tomar café o a comer, entrañable y familiar, echa el cierre para siempre tras 33 años de trabajo ininterrumpido…, los Campanillas cierran.

1984. El año de la reconversión industria, los GAL y la expropiación de Rumasa, el del Eurobasket de España, el año del estreno de Cazafantasmas, Gremlins… El año de la muerte de Paquirri, aquel año en el que todos éramos más jóvenes, abría en pleno centro de Rincón de la Victoria Los Campanillas. “Abrimos 1 de septiembre de 1984, y ese mismo mes pasó por aquí la Vuelta Ciclista a España. Un bombazo. Desde el principio, funcionamos muy bien”, me dice Juan Rodríguez, patriarca de Los Campanillas, y añade “por aquí ha pasado gente de todo el mundo”.

Juan Rodríguez, “El Campanillas”, el fundador de la saga, el emprendedor que comenzó una aventura que se prolongaría durante más de tres décadas, en concreto 33 años y dos días, me recibe en el bar. El cierre a medio bajar. Cajas, carretillas, botellas… Un aire de final de verano, de frío recuerdo premonitorio. Juan va recibiendo a proveedores y liquidando las cosas que quedan por medio. “Hay que resignarse, no lo llevo bien, pero hay que pasar páginas, mi etapa aquí ha terminado”, nos dice.

Un bar de los de siempre, con ese encanto de lo que parece congelado en el tiempo. Un trato cercano, que nos recuerda a aquellos camareros de antes, profesionales y generosos con el cliente, que saben, nada más entrar, que ponerte: “un mitad muy caliente, claro”. “El secreto, supongo, que la comida, la bebida pero, sobre todo, el trato”, me dice y nos sentamos a conversar.

Todo empezó en el verano del 84 en La Cala. “Abrimos un hostal y unos días después un señor, Don Antonio Lucena, me ofreció la posibilidad de quedarme con este traspaso, 80.000 pesetas, le eché valor y coraje y para adelante”, asegura Juan, que subraya“lo mejor es que a aquel señor yo no lo conocía de nada”. El bar se llamaba Rojano, en una casa mata, a la vera del mar, justo donde está ahora Los Campanillas. El primero de septiembre empezamos, “lo recuerdo perfectamente”, me dice Juan contenido.

Y lo de Los Campanillas: “porque somos de Campanillas, del pueblo, me vine con mi hermano, yo tenía 11 años, a trabajar la temporada de las olivas en un cortijo de Rincón y desde entonces”, y añade “después he trabajado en muchos sitios en La Cristalera, en Los Claveles y lo que ahora es El Dulcinea haciendo churros”.

Las botellas al fondo, tranquilas, «llenas de talento y palabras», -como decía mi padre, también hostelero-, las cámaras frías de Nestlé, Postres Montero y Vichy Catalán, el grifo de cerveza, la cafetera, su terraza mirando al Mediterráneo, el cuadro de la Virgen del Carmen y del Sagrado Corazón…, y el buen comer: patatas fritas, berenjenas con miel de caña, la rosada a la plancha, huevos con mahonesa, el pulpito, el pescaíto, en definitiva… “Uno de los platos que más se recuerdan son las costillas con patatas fritas de Los Campanillas, caviar”, afirma Juan orgulloso.

La clientela recuerda a Los Campanillas: “una pena, con lo bien que se ha comido y vivido con esa gran familia, y con Emilia y Estrella”, afirma María; “desde que era bebé hemos ido cada verano al Campanillas y siempre con los mismos cocineros, camareros…”, añade Sara; “os echaremos de menos”, concluye Carmen.

Los Campanillas cierran, sí. Un cartel escrito con rotulador negro, a modo de epitafio, informaba hace días. “Se comunica que el día 3 de septiembre procedemos al cierre del Restaurante por cese de la empresa. Agradecer a todos los que han aportado a esta familia durante 33 años. Muchas gracias. Los Campanillas”.

“Los hijos tienen otros proyectos, esto es muy grande y hay que dejarlos que vuelen”, me dice Juan. Pero la vida sigue. “En unos días, monto la Feria del Boquerón Victoriano, vamos que sigo, que no paro y que soy un privilegiado”, concluye mientras me despide con la promesa de vernos por el pueblo, tras un conversatorio animado, emocionado, contenido, que tanto me ha recordado a mi padre -ay, papá si me vieras escribiendo de bares que cierran-, y quedar a volver a saludarnos y charlar de aquel verano del 84 y de nuestras cosas.

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