En verdad, no nos importa Manchester, ni París, ni Boston, y mucho menos nos importa Mazar-e Sarif, Alepo o Kabul. Sólo la tragedia ajena alivia nuestro bostezo, nuestra cotidianidad, el aburrimiento. Nos sentamos a ver las noticias, como el que abre la nevera para hacerse un bocadillo, y todo nos sobrevuela, nada se queda. Al menos si se guardase un solo fotograma congelado que nos alzase, indignados, entre la gente. Tal vez, dejarlo pasar, sea lo mejor.
No, nos importan los atentados ni los terroristas ni los cadáveres. Si nos importasen haríamos más. La muerte siempre es la muerte ajena. Nunca nos imaginamos recogiendo las maletas en un aeropuerto internacional y, de pronto, el estruendo brutal del artefacto estallando, que todo lo asola, y ese ultrasónico silbido que se yergue mareante entre el humo y el escombro. Sólo nos queda el titular, retenemos algunos datos, la mítica imagen, rescatada del indecible horror, lo mínimo para comentar la jugada en la campaña de imágenes congeladas que posibilitan la conversación diaria.
Mueren los otros. Nosotros nunca. Epicuro lo resumió en “cuando yo no ella, cuando ella yo no”. No, nos importan el 11-S, el 11-M, el otro día… Lo que nos sobrevuela y se marcha, como toda esa información de los atentados yihadistas, deja de tener el músculo y la sensibilidad pertinente, y lo que no tiene sensibilidad, ni músculo, ya no es nada para nosotros. El encuentro desagradable con ese dolor sólo tiene cabida en un estrecho rincón de nuestra memoria para luego evaporarse silenciosamente.
No nos importan los atentados de Damasco, Bruselas o Berlín… y, quizás, esté bien que así sea. Siempre operamos en función de nuestra propia vitalidad. Vivimos para vivir mejor, separando el grano de la paja, operando en la ficción irreductible de la propia muerte. Queremos lo mejor para nuestros hijos. Ese dolor, ese rapto, esa amputación es, desde luego inaccesible, imposible, inimaginable.
La muerte es un espacio ajeno y, cuando a veces lo intentamos, sí, cuando en ocasiones nos paramos a observar, sólo continuamos siendo meros espectadores, como cuando vemos el fútbol o el último vídeo corto de Instagram. Nadie cree que le pasará a él, nadie cree en su propia muerte. Todos estamos convencidos de nuestra inmortalidad, como pequeños dioses arrogantes. Quizás esté bien que así sea, quizás sea lo mejor: ser práctico, alejarnos de estos precipicios, ser incapaces de narrar nuestro último día en la tierra.
Ponemos banderas en nuestros muros de Facebook, escribimos Je Suis París, guardamos minutos de silencio pero no nos importa y no nos importa sólo para seguir vivos, para que esa inmensa agonía no nos destruya. No hay encuentro con la muerte. La muerte siempre le llega al otro. Sólo si mueren ellos, yo estoy a salvo, en casa, en mi salón, frente a mi tele, cenando la pizza ultracongelada que me hace sentir vivo. Con otros matices pero siempre fue así.
Pongamos otro ejemplo. Primero años 90: la época más negra del SIDA. Aquella mierda no tenía nada que ver con nosotros. Era cosa de otros, de indeseables, de yonquis, de maricones, sí, decíamos de maricones, de putas… Nosotros éramos los otros, no nos podía pasar a nosotros, nosotros éramos inocentes. No éramos “grupo de riesgo”, que era el eufemismo de aquella época como lo fueron otros.
No nos importa la muerte en las calles de Niza, en las terminales de Londres, en los cafés de París y es mejor así. Se lo digo convencido. La irrupción súbita de la muerte nos hace constatar lo que siempre supimos: que somos animales lúcidos. Esa lucidez nos hace evitar la angustia, el síntoma del conflicto. Es mejor así, es mejor que no nos importe nada, o que nos importe muy poco, porque no existe mente capaz de soportar tal envergadura, la envergadura de la muerte. Nos olvidamos para poder soportarnos, al menos, a nosotros mismos.