Los muros, en definitiva, somos nosotros

31 Ene
Muro entre Estados Unidos y México, a la altura de la ciudad de Sunland Park, en Nuevo México- REUTERS
Muro entre Estados Unidos y México, a la altura de la ciudad de Sunland Park, en Nuevo México- REUTERS

Hay muros de la humillación, muros de las lamentaciones, muros de Facebook, están los muros de nuestras casas, la muralla China, el muro que nunca cae, el que cayó y el que caerá, tenemos los muros de Ceuta y Melilla, que llamamos vallas pero son muros, está el muro de la vergüenza que nos separa todos los días los unos de los otros.

Cuando Gerda Schneider salió de casa la noche del 9 de noviembre de 1989 para echar abajo el Muro de Berlín, que había dividido su ciudad durante más de veinte años, ella -y el resto del mundo-, pensó que el hormigón, las verjas y los alambres se derrumbarían por siempre junto al bloque comunista derrotado en la Guerra Fría. No fue así.

Los muros frenan los flujos migratorios pero hay muros de extenuación, el desierto y los mares. La geografía trabaja a favor de las grandes brechas sociales. El Mar Mediterráneo, el desierto de Sonora, a su manera, son muros. Las pateras, las zapatillas alfombradas, las botellas de plástico para guardar agua tibia, son herramientas para superar esos muros.

El presidente Donald Trump aprobó la semana pasada las órdenes ejecutivas para ampliar el muro USA-México, justificando su decisión como indispensable para garantizar la «seguridad nacional». No es el único caso, no es la única polémica. Los muros siguen partiendo territorios: Marruecos y el Sáhara Occidental, Guántanamo del resto de Cuba, Corea del Norte y Corea del Sur, la India y Pakistán, Israel y Siria…

El muro no es sólo la frontera. El muro es un sistema, es una ideología. La policía, los centros de retención las redadas… El peor muro es el que está hecho de palabras. Los muros son palabras dentro de un sistema. Por eso, son tan importantes las formas, los discursos presidenciales, las cosas que uno dice en casa cuando ve la tele, frente a sus hijos… Los muros somos nosotros.

Según un gráfico de la revista «Courrier International», de los once que había en 1989, lugares del mundo donde el alambre y el hormigón dominaban el paisaje y dividían el territorio, hemos pasado a tener 70 en la actualidad. Los muros que separan Israel de Cisjordania —levantado en 2002, y todavía sin terminar— e Israel de Gaza —construido en 2005— son los más conocidos. El muro de USA-México, por culpa de la política de Donald Trump, es ahora el más comentado, criticado, manido, pero REPETIMOS no es el único, ni mucho menos.

Los muros, o sea la arquitectura en definitiva, son cómplices del sistema. El verdadero muro es la discriminación que dice “vosotros y nosotros”, “vosotros estáis fuera y nosotros dentro”, “vosotros sois distintos y no os merecéis nuestros cosas”. Ese muro, el ideológico, es el muro más alto, más ancho, el más inexpugnable.

No nos vayamos muy lejos. Justo aquí, separando nuestra frontera sur, en Ceuta y Melilla, las vallas, los alambres rizados, el acero galvanizado, las concertinas…. Yo estuve allí, hace un par de años, en Ceuta, Sebta dicen los marroquíes, en el Paso de Tarajal, frontera hispano-marroquí, un lugar límite, sin duda, un lugar donde uno puede sentirse solo en medio de la muchedumbre, y retroceder 50 años en 50 metros.

Pero debemos saber algo y es importante. Los muros no frenan nada. Siquiera retrasan los flujos migratorios, desvían las columnas de seres humanos que se aproximan. Nada más. Puedes alzar más altas las vallas, afilar las concertinas, cavar fosos, poner más Rangers o Guadia Civiles en la frontera…, da igual. Las estrategias de los migrados son infinitas. Tarde o temprano, llegarán. Nos volvemos a equivocar.

 

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