Aquella fue una mañana fría en Washington DC, como no podía ser de otra manera en enero. La estación de Farragut North tenía el tránsito habitual de una jornada rutinaria. Un hombre se puso a tocar el violín. Nadie parecía fijarse en él, la genta pasaba desapercibida, corriendo a coger el siguiente tren, hacia el trabajo, en busca del próximo transbordo. Unos compraban la prensa diaria: “El Post, por favor”; otros hacían cola para comprar el billete del viaje.
El propio violinista echó unas monedas, algo menos de un dólar, en la funda del violín. Pensó que la gente se animaría a darle una propina. Comenzó a sonar la Sonata nº 1 para Violín en Do Menor, Op 75, Allegro Molto, de Camile Saint-Saens y Jeremy Denk. Se trataba de una armonía alegre y rápida, expansiva, que se escapaba divertida por los túneles y las rendijas del metro de Washington.
Tocó durante cuarenta y cinco minutos pero nadie se detenía. De repente, una señora, exactamente Mary Rose Bird, de 63 años de edad, se paró y le dijo: “Yo le vi tocar en el Congreso la semana pasada. Estas cosas sólo pasan aquí”. Sí, efectivamente, era el gran Joshua Bell, uno de los más increíbles y fantásticos violinistas del mundo. Estaba tocando un Stradivarius de más de trescientos años de antigüedad que cuesta tres millones y medio de dólares.
Aquel día frío de enero, Joshua Bell estaba haciendo un experimento para Washington Post cuyo objetivo era comprobar si la gente era capaz de reconocer por sí sola la belleza y el valor de las cosas en un lugar inesperado, descontextualizado, un lugar digamos habitual. Pasaron junto al gran violinista más de cien mil personas. Apenas se detuvieron a escucharle siete. Joshua Bell sólo consiguió treinta y seis dólares en propinas al final de su concierto en la estación de Farragut North.
La lírica de las cuerdas junto a los armónicos reforzados por la resonancia del cuerpo, la madera antigua, y el aire silbando por los agujeros.
Lindsey Stirling era una niña normal, en un barrio normal, con todas las aspiraciones normales. Eso sí, le gustaba tocar el violín. Lo hacía con gusto, con una pasión silenciosa, aún no definible. Se encerraba en su cuarto y tocaba el instrumento. Se limitaba a degustar aquel sonido que la transportaba a otros espacios, a otros tiempos… Se limitaba a tocar aquel violín barato que había decorado con pegatinas de colores.
Sin embargo, los maestros le decían que no valía. “Nunca tocará el violín, Señorita Stirling”, le dijo uno de sus profesores. Ella siguió tocando, acudiendo todos los días a sus clases semanales de quince minutos, lo único que podía permitirse pagar. Disfrutaba tanto con aquel instrumento hermoso y complejo.
Cuando se sintió preparada, lo intentó con las casas discográficas. Envió por mail maquetas en Mp3 a todos los sellos. El sonido de las notas de su violín viajando a la velocidad de la luz por internet. Apenas recibió respuestas. Alguien le dijo que aquello no era comercial, que lo olvidara, que podría seguir disfrutando de sus ensayos en casa. Después de tanto rechazo a Lindsey sólo le quedaba su música… y YouTube.
A día de hoy su canal en Youtube suma más 1.300 millones de reproducciones y, gracias a ello, hace giras mundiales y los dos discos que ha publicado son un éxito de ventas en todo el planeta. Stirling es ahora un super-estrella dentro y fuera de las redes sociales y siempre apuesta en una misma dirección: atreverse, atreverse siempre. Lindsey Stirling acaba de publicar una interesante autobiografía y New York Times la ha reseñado como uno de los libros del año.