Sonaba plácidamente el Vals de las Flores, de Tchaikovsky, en la habitación. Una habitación que a aquella hora de la mañana –las 10.05-, tenía un tinte azul celeste, verdemar y blanco. Él recogía la bandeja del desayuno y su padre, en la cama, respiraba hondo, mirando al techo, en silencio. El techo, aquel techo, el mismo techo sobre el aquel hombre, ahora tumbado y sereno, dibujaba en la noche monstruos, bolas de fuego e insectos que le sobrevolaban.
“Mira ese carro de madera, míralo…”, decía quedo, señalando la ventana. Al otro lado del cristal, la calle, los árboles, la textura irreal de un domingo por la mañana, tranquilo, nada más. Él se acercaba a la ventana fingiendo, y, girándose, le sonreía y le mesaba su pelo cano y le besaba y le decía, susurrante, que sí, que lo había visto.
La noche había sido larga. Una noche llena de locura, imágenes inventadas, correas anudadas –malditas correas, pensaba- y sondas arrancadas que caían contra el suelo. Recordaba durante unos segundos y olvidaba: el juego atroz, mezquino e injusto, de un cerebro que se apaga. Los despertares bruscos en el vértigo de la nada, la tenue luz del pasillo, las 3.57 de la madrugada y un extraño silencio roto por otra paranoia.
Quiso recordar con él en aquella mañana de domingo, mientras sonaba el Vals de las Flores, de Tchaikovsky , aquel viaje a Laponia, Suecia, hace años, y aquella postal (una postal trivial, turística, tópica, salvo por el motivo de la fotografía: una carretera helada, en un paisaje desierto, con un letrero que decía “FIN DE LA TIERRA CULTIVABLE”). Aquella postal, que enviaron al resto de la familia, y aquel viaje juntos, como conquistadores exóticos, y como celebraron el triunfo del objetivo alcanzado con risas y abrazos… Aquella postal que guardaba en su álbum, y aquella sensación de eterna e insolente juventud, hace años, en los primeros años de la década de los 90. Padre e hijo, allí, tan lejos de todo, en aquella foto con aquel letrero “FIN DE LA TIERRA CULTIVABLE”. Quiso recordar con él, pero él ya no recordaba. Le enseñó la postal:
-¿Te acuerdas, papá, cuando viajamos a Laponia, a Suecia, juntos?
– No, y seguía mirando por la ventana, carros de madera, suponía el hijo.
Por momentos, le sonreía y le mesaba su pelo cano y le besaba y le decía, susurrante, que sí. Pero, otras veces, se aparataba y lloraba en silencio en el baño. Se miraba en el espejo y apenas se reconocía. Los ojos rojos, la cara cansada de las noches desveladas, despeinado, la sensación de derrota, la extraña y miserable culpa… Imaginaba, mientras se refrescaba la cara, que al darse la vuelta, al entrar de nuevo en aquella habitación, volvería a ver al hombre robusto que tantas veces le hacía morir de risa, cuando era un niño, con sus cosquillas; aquel hombre honesto, trabajador, divertido, inquieto, que le llevaba de viaje con su Renault 10, que le enseñó a emprender, a vivir, a no olvidar… ¡!Qué paradoja, a no olvidar a nada ni a nadie!!
Volvió al cuarto: la luz celeste, verdemar y blanca, la música ya callada, su padre descansando… Abrió el libro, que reposaba en la mesilla, y leyó una cita de La Divina Comedia, Canto V, de Dante Alghieri, que prologaba un nuevo capítulo: “Así fue como descendí del primer círculo al segundo, que contiene menos espacio, pero mucho más dolor”. Entonces, cerró los ojos y se dio cuenta de que acababa de hacerse mayor.