Una avalancha, una riada, una fila de gente infinita…, cruzando la frontera. El gobierno, sin miramientos, separa a los hombres de las mujeres, a los oficiales de la tropa. Maltratados, mal alimentados, viviendo en zonas descampadas, alambradas, como si fueran prisioneros, asesinos peligrosos. Un soldado colonial, ante una pequeña turbamulta, lanza un disparo al aire. Todos caen al suelo, como sacos de huesos, ya sin miedo, inermes. Campos de internamiento para refugiados, así llamaban a aquellas campas de seres humanos fantasmales. Aquellos seres humanos fantasmales eran españoles, refugiados, en el 39, en Francia. Ellos eran nuestros abuelos. Les suena la historia, ¿verdad?
Como decía Jacinto Benavente, “una cosa es continuar la historia, y otra repetirla”. Historias de migrados españoles, historias similares a las que ahora vemos en el telediario y viven miles de personas en Europa. Ellos somos nosotros.
Sobre la cubierta del carguero Stanbrook, cerca de la proa, una niña, de no más de 10 años, mira el horizonte. Se llama Teresa. El barco está a reventar. Miles de personas han subido, sin control, huyendo de la guerra. Se respira una tensión insoportable. El barco es una ratonera, una colmena, una lata de sardinas. La idea es llegar a África, África era una metáfora de la libertad. La bodega, la cubierta, las cocinas, los camarotes…, todo está repleto de gente hacinada, asustada. El barco comienza a navegar con agua por encima de la línea de flotación. Aquellos refugiados, que eran republicanos españoles, vogaron a la deriva ignorados, olvidados, derrotados…
Quizá tenga razón ese amigo que me dice, por teléfono desde Alemania, al respecto de este tema, que todo es un volver a empezar, un eterno retorno. Es otra historia de nuestra historia, y es tan real, aquella y éstas, como las noticias, que hoy en este mismo periódico, leerán.
En un tramo del desierto, al sur de Argelia, en unas condiciones calamitosas, sometidos a unas brutales agresiones disciplinarias, un grupo de hombres pica piedra y suda. Son enemigos en potencia y, por lo tanto, son sometidos, vejados, humillados. El pretexto: la construcción del ferrocarril trans-sahariano. Un proyecto faraónico e inviable , que pretende unir el Mediterráneo con el Río Níger, y que es recuperado ahora porque la mano de obra es esclava, española. Aquellos hombres recuerdan el hambre, la sed, el calor pero, sobre todo, las moscas. Las condiciones en las que trabajan estos seres humanos sólo eran comparable a un campo de concentración nazi.
La más importante lección de la historia es que no aprendemos de la historia, leo en Facebook. También eran españoles, refugiados, perdedores de la guerra, como ahora son los sirios.
En marzo de 1939, Robert Capa visitó el gigantesco campo de refugiados de la playa de Argelés-sur-Mer, donde estaban encerrados más de 80.000 españoles. Capa describió aquello como “un infierno sobre la arena”, añadiendo: “los hombres allí sobreviven bajo tiendas de fortuna y chozas de paja que ofrecen una miserable protección contra la arena y el viento. Para coronar todo ello, no hay agua potable, sino el agua salobre extraída de agujeros cavados en la arena”.